Nuestro Padre Jesús de la Salud (Los Gitanos - Sevilla)
La cruz, instrumento de una muerte infame. No era lícito condenar a la muerte en cruz a un ciudadano romano: era demasiado humillante. Pero el momento en que Jesús de Nazaret cargó con la cruz para llevarla al Calvario marcó un cambio en la historia de la cruz. De ser signo de muerte infame, reservada a las personas de baja categoría, se convierte en llave maestra. Con su ayuda, de ahora en adelante, el hombre abrirá la puerta de las profundidades del misterio de Dios. Por medio de Cristo, que acepta la cruz, instrumento del propio despojo, los hombres sabrán que Dios es amor. Amor inconmensurable:
«Porque tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga vida eterna» (Jn 3,16).
Lectura del Evangelio según san Juan 19, 16-17
Entonces
[Pilato] se lo entregó para que lo crucificaran. Tomaron a Jesús, y, cargando
él mismo con la cruz, salió al sitio llamado «de la Calavera» (que en hebreo se
dice Gólgota).
Pilato entrega a Jesús en las manos de los jefes de
los sacerdotes y de los guardias. Los soldados le ponen sobre la espalda un
manto púrpura y en la cabeza una corona de ramas espinosas. Durante la noche se
burlan de él, lo maltratan y lo flagelan. Después, en la mañana, lo cargan con
un pesado madero, la cruz sobre la que son clavados los ladrones, para que
todos vean cómo acaban los malhechores. Muchos de los suyos escapan.
(Cf
Mateo 27, 31; Marcos 15, 16-20; Juan 19, 17).
El tiempo
que pasaba entre la declaración de la sentencia y la ejecución servía para que
los soldados se divirtiesen a costa del condenado. Con él pagaban sus
frustraciones y sus deseos de venganza de aquel pueblo hostil para ellos.
Después de la flagelación y la burla con la corona de espinas, Cristo recibió
el travesaño horizontal de la cruz sobre sus espaldas y salió de nuevo a la
calle donde le esperaba una multitud que le gritaba y escupía. Jesús encarna
los cantos del Siervo de Yahveh (Cf Isaías 42, 1-9; 49, 1-7; 50, 4-11; 52, 13 -
53, 12).
REFLEXIÓN
Este suceso de hace 2000 años se repite en la
historia de la Iglesia y de la
humanidad. También hoy. Es el cuerpo de Cristo,
es la Iglesia la que es golpeada y herida, de nuevo.
Jesús, viéndote así, sangrando, sólo, abandonado,
escarnecido, nos preguntamos:
«Pero aquella gente que tanto habías amado, iluminado y hecho del bien, aquellos hombres, aquellas mujeres, ¿acaso no somos también nosotros hoy? También nosotros nos hemos escondido por miedo a vernos implicados, olvidando que somos tus seguidores».
Pero lo más grave, Jesús, es que yo he contribuido
a tu dolor. También nosotros, esposos, y nuestras familias. También nosotros
hemos contribuido a cargarte con un peso inhumano. Cada vez que no nos hemos
amado, cuando nos hemos echado las culpas unos a otros, cuando no nos hemos
perdonado, cuando no hemos recomenzado a querernos.
Y nosotros, en cambio, seguimos prestando atención
a nuestra soberbia, queremos tener siempre razón, humillamos a quien está a nuestro lado, incluso a quien ha unido su propia vida a la
nuestra. Ya no recordamos, Jesús, que tú mismo nos dijiste:
«Cuanto hicisteis a uno de estos pequeños, a mí me
lo hicisteis».
Así dijiste
precisamente: «A mí».
Jesús se entrega inerme a la
ejecución de la condena. No se le ha de ahorrar nada, y cae sobre sus hombros
el peso de la cruz infamante. Pero la Cruz será, por obra de amor, el trono de
su realeza.
Las gentes de Jerusalén y los
forasteros venidos para la Pascua se agolpan por las calles de la ciudad, para
ver pasar a Jesús Nazareno, el Rey de los judíos. Hay un tumulto de voces; y a
intervalos, cortos silencios: tal vez cuando Cristo fija los ojos en alguien:
—Si alguno quiere venir en pos de mí,
tome su cruz de cada día y sígame (Mt XVI, 24).
¡Con qué amor se abraza Jesús al leño
que ha de darle muerte!
¿No es verdad que en cuanto dejas de tener
miedo a la Cruz, a eso que la gente llama cruz, cuando pones tu voluntad en
aceptar la Voluntad divina, eres feliz, y se pasan todas las preocupaciones,
los sufrimientos físicos o morales?
Es verdaderamente suave y amable la
Cruz de Jesús. Ahí no cuentan las penas; sólo la alegría de saberse
corredentores con Él.
PUNTOS DE MEDITACIÓN
-1. La comitiva se prepara... Jesús,
escarnecido, es blanco de las burlas de cuantos le rodean. ¡Él!, que pasó por
el mundo haciendo el bien y sanando a todos de sus dolencias (cfr. Act X, 38).
A Él, al Maestro bueno, a Jesús, que
vino al encuentro de los que estábamos lejos, lo van a llevar al patíbulo.
-2. Como para una fiesta, han
preparado un cortejo, una larga procesión. Los jueces quieren saborear su
victoria con un suplicio lento y despiadado.
Jesús no encontrará la muerte en un
abrir y cerrar de ojos... Le es dado un tiempo para que el dolor y el amor se
sigan identificando con la Voluntad amabilísima del Padre. Ut facerem
voluntatem tuam, Deus meus, volui, et legem tuam in medio cordis mei (Ps XXXIX,
9): en cumplir tu Voluntad, Dios mío, tengo mi complacencia, y dentro de mi
corazón está tu ley.
-3.- Cuanto más seas de Cristo, mayor
gracia tendrás para tu eficacia en la tierra y para la felicidad eterna.
Pero has de decidirte a seguir el
camino de la entrega: la Cruz a cuestas, con una sonrisa en tus labios, con una
luz en tu alma.
-4.- Oyes dentro de ti: "¡cómo
pesa ese yugo que tomaste libremente!"... Es la voz del diablo; el
fardo... de tu soberbia.
Pide al Señor humildad, y entenderás
tú también aquellas palabras de Jesús: iugum enim meum suave est et onus meum
leve (Mt XI, 30), que a mí me gusta traducir libremente así: mi yugo es la
libertad, mi yugo es el amor, mi yugo es la unidad, mi yugo es la vida, mi yugo
es la eficacia.
-5.- Hay en el ambiente una especie
de miedo a la Cruz, a la Cruz del Señor. Y es que han empezado a llamar cruces
a todas las cosas desagradables que suceden en la vida, y no saben llevarlas
con sentido de hijos de Dios, con visión sobrenatural. ¡Hasta quitan las cruces
que plantaron nuestros abuelos en los caminos...!
En la Pasión, la Cruz dejó de ser
símbolo de castigo para convertirse en señal de victoria. La Cruz es el emblema
del Redentor: in quo est salus, vita et resurrectio nostra: allí está nuestra
salud, nuestra vida y nuestra resurrección.
Haznos capaces de permanecer con paciencia y ánimo, y fortalece nuestra confianza en tu ayuda. Déjanos comprender que sólo podemos alcanzar una vida plena si morimos poco a poco a nosotros mismos y a nuestros deseos egoístas. Pues sólo si morimos contigo, podemos resucitar contigo.
Vía
crucis de Gerardo Diego
Jerusalén arde en fiestas.
Qué tremenda diversión
ver al justo de Sión
cargar con la cruz a cuestas.
Sus espaldas curva, prestas
a tan sobrehumano exceso,
y, olvidándose del peso
que sobre su hombro gravita,
con caridad infinita
imprime en la cruz un beso.
Tú el suplicio y yo el regalo.
Yo la gloria y Tú la afrenta
abrazado a la violenta
carga de una cruz de palo.
Y así, sin un intervalo,
sin una pausa siquiera,
tal vivo mi vida entera
que por mí te has alistado
voluntario abanderado
de esa maciza bandera.
La primera estrofa nos presenta un
pasaje descriptivo de Jesús bajo el madero, cuyo peso curva sus espaldas. Sobre
el claroscuro de un pueblo que bulle en fiestas. El escritor personifica su
compasión en el tacto de su propia carne que imprime un beso caritativo en la
cara lacerada del divino reo.
Hay un cruce paradójico de realidades
trascendidas: la salvífica gesta del sufrimiento de Cristo invierte el orden
lógico de cielos y tierra, en cuanto reviste de afrentas la persona del Hijo de
Dios, para surtir de gloria y liberación a quien le crucifica. Tan honda pugna
le sugiere al poeta, en el ánimo contrastado de Cristo, un talante de lucha por
el hombre, con que el divino soldado se lista como abanderado de la cruz.
Oremos:
Cristo, que aceptas la cruz de las
manos de los hombres para hacer de ella un signo del amor salvífico de Dios por
el hombre, concédenos, a nosotros y a los hombres de nuestro tiempo, la gracia
de la fe en este infinito amor, para que, transmitiendo al nuevo milenio el
signo de la cruz, seamos auténticos testigos de la Redención.
A ti, Jesús, sacerdote y víctima,
alabanza y gloria por los siglos de los siglos.
Amén.
Señor, ayúdanos
para que aprendamos a aguantar las penas y las fatigas, las torturas de
la vida diaria; que tu muerte y ascensión nos levante, para que
lleguemos a una más grande y creativa abundancia de vida.
Tú que has
tomado con paciencia y humildad la profundidad de la vida humana, igual
que las penas y sufrimientos de tu cruz, ayúdanos para que aceptemos
el dolor y las dificultades que nos trae cada nuevo día y que crezcamos
como personas y lleguemos a ser más semejantes a ti.
Haznos capaces de permanecer con paciencia y ánimo, y fortalece nuestra confianza en tu ayuda. Déjanos comprender que sólo podemos alcanzar una vida plena si morimos poco a poco a nosotros mismos y a nuestros deseos egoístas. Pues sólo si morimos contigo, podemos resucitar contigo.
Amén.