En visperas de la época de Adviento, vamos a dedicar esta entrada de Blog al Arcangel San Gabriel, el que tiene la fuerza de Dios, que es junto con Miguel y Rafael, uno de los tres arcángeles principales dentro de las religiones judía, cristiana e islámica. Para el catolicismo, San Gabriel
es el mensajero de Dios, debido principalmente a su participación en la
Anunciación, que es el momento en que le revela a María que ella dará
luz al Mesías.
Gabriel también es conocido como el ángel de la unificación que revela el libro del Apocalipsis,
debido a que será él quien sople el cuerno que anuncie el Día del
Juicio Final, aunque esto es más una interpretación puesto que no es
mencionado directamente.
Dios es el único ser que no tiene
historia. Todos los seres creados son, en mayor o menor medida, seres
históricos: nacen, evolucionan, mueren. Sólo que la historia de cada uno tiene
un signo diferente, según el lugar que ocupe en la jerarquía ontológica. A
medida que se asciende de lo inerte a lo sensitivo y de lo irracional al mundo
del espíritu, la historia va enriqueciéndose y entrañándose en la esencia misma
del ser. Por eso el hombre es el ser más histórico de todos los que pueblan la
tierra. Sobre el cimiento de unas pocas tendencias universales y permanentes de
su naturaleza, cada hombre participa en la historia general de la humanidad
desde un ángulo propio e irrenunciable. Del hombre, y sólo del hombre, cabe
hacer biografía. Una piedra, como tal, no tiene biografía, aunque las piedras,
en su conjunto, tengan también historia.
Pero ¿y los ángeles? Hay,
ciertamente, una historia universal de los ángeles, criaturas de Dios; una
historia que ha quedado escrita en los Libros Sagrados, desde el Génesis hasta
el Apocalipsis. Los ángeles nacieron de una palabra de Dios. Pronto, rebeldes
unos, fieles otros, se bifurcó para siempre su historia colectiva en dos
inmensos bloques, de luz y de sombras, de odio y de amor. La inmensa mayoría de
los ángeles, espíritus puros, han quedado sin nombre y sin hazañas extremas.
Sólo Dios sabe sus nombres y sus papeles en el gran teatro del mundo. Para
nosotros son como anónimas estrellas fugaces, que de vez en cuando cruzan el
firmamento del espíritu. Así los que se aparecieron a los pastores de Belén,
anunciando la paz a los hombres de buena voluntad; el ángel de Getsemaní, que
confortó a Cristo en su agonía, el que traspasó de una lanzada el corazón de
Santa Teresa; tantos otros, que pusieron un momento de luz en la vida de
algunos elegidos de Dios y se desvanecieron para siempre.
Mas hay unos ángeles, muy pocos, que
tienen, además de esa historia anónima y colectiva, algo así como una biografía
personal. Entre esos pocos, San Miguel, el capitán de las huestes angélicas
contra Luzbel; San Rafael, el compañero de peregrinación de Tobías, ocupa
puesto preeminente el arcángel San Gabriel.
Por de pronto, San Gabriel tiene uno
de los nombres más bellos que ha podido troquelar el lenguaje humano:
"hombre de Dios, hombre en que Dios confía"; o también, como San
Gregorio glosa, "el fuerte de Dios".
Cuando Dios va a hacer uso de su
poder sobre el mundo, en su manifestación más excelsa, la de la Redención,
elige como mensaje, como su embajador y plenipotenciario, a este soberano
arcángel. Tres veces le vemos surgir corpóreamente en la historia de la
humanidad. Se aparece en primer lugar, a Daniel —allá en el año tercero del
reinado del rey Baltasar— para revelarle el sentido de la visión del combate
entre el carnero y el macho cabrío. Lo hace en figura de varón y sobrecoge al
profeta, que, de bruces y espantado, le contempla con un estremecedor anuncio
para días lejanos: "Entiende, ¡oh hijo del hombre!, esta visión, que es
para el tiempo final" (Dan. 8,15ss.).
Pero aún recibirá Daniel una nueva visita del celestial mensajero, al iniciarse el imperio de Darío; y en ese encuentro se traslucirá la inmensa profundidad de la misión que Dios confía al arcángel. Mientras el profeta está postrado ante Yahveh, en ayuno, saco y cenizas, al caer la tarde, rogando y confesando sus pecados y los pecados de su pueblo y presentando su oración al Señor "grande y terrible", irrumpe Gabriel en raudo vuelo y silueta de hombre, y le anuncia las setenta semanas decretadas por Dios sobre el pueblo y su ciudad santa para expiar la iniquidad, traer la justicia eterna y ungir al Santo de los santos: "siete semanas y setenta y dos semanas hasta la llegada del Mesías príncipe" (Dan. 9,1ss.).
Pero aún recibirá Daniel una nueva visita del celestial mensajero, al iniciarse el imperio de Darío; y en ese encuentro se traslucirá la inmensa profundidad de la misión que Dios confía al arcángel. Mientras el profeta está postrado ante Yahveh, en ayuno, saco y cenizas, al caer la tarde, rogando y confesando sus pecados y los pecados de su pueblo y presentando su oración al Señor "grande y terrible", irrumpe Gabriel en raudo vuelo y silueta de hombre, y le anuncia las setenta semanas decretadas por Dios sobre el pueblo y su ciudad santa para expiar la iniquidad, traer la justicia eterna y ungir al Santo de los santos: "siete semanas y setenta y dos semanas hasta la llegada del Mesías príncipe" (Dan. 9,1ss.).
Cuando ese plazo de Dios se cumple, el
arcángel San Gabriel vuelve a la tierra con perfil de mancebo, penetra en el
gran templo de Jerusalén y llega a Zacarías, el sacerdote del turno de Abías,
desposado con Isabel, la hija de Aarón. El temor sobrecoge y turba al venerable
sacerdote mas el arcángel le tranquiliza y anuncia que su oración ha sido
escuchada: su mujer le dará un hijo, a quien pondrán por nombre Juan, y será
gozo y alegría para él y para muchos, grande a los ojos del Señor y lleno del
Espíritu
Santo desde el seno de su madre. Un hijo
precursor del Señor de Israel que volverá a los rebeldes a la prudencia e los
justos y preparará al Señor un pueblo debidamente dispuesto. Zacarías no
acierta a comprender cómo le llegará ese regalo, en que se cifra la ilusión de
toda su vida. El ya es viejo y su mujer estéril y avanzada en sus días. Pero el
ángel le abre la inmensa perspectiva del misterio: "Yo soy Gabriel, que
asisto ante Dios y he sido enviado para hablarte y darte estas buenas
nuevas." Desde ahora Zacarías permanecerá mudo hasta el día en, que se
verifique el prodigio, por no haber dado fe a las palabras del enviado, que se
cumplirán a su tiempo. Escasos meses tendrán que transcurrir para que la
familia de Zacarías se alegre con la realización de la promesa y para que un
más extraordinario acontecimiento conmueva al pueblo de Israel (Lc. 1,5ss.).
Va a sonar la hora que el arcángel anunció al profeta Daniel. Y en esa hora retornará por tercera vez Gabriel a Palestina para consumar la más alta embajada que jamás conocieron los siglos: el anuncio de la encarnación del Verbo a la Virgen María.
Tres rastros de luz nos permiten
vislumbrar la suprema hermosura de ese momento; uno, en los lienzos de Fra
Angélico; otro, en las páginas evangélicas de San Lucas; un tercero, en el
pensamiento teológico de Santo Tomás.
Estos tres rastros son palabra
hecha luz; luz que es calor y perfil de amanecer, Verbo encarnado y verdad
de salvación. Porque el arcángel Gabriel es el portador de la palabra
omnipotente, el gran mensajero, el primer embajador de Dios a los hombres.
Contemplemos la escena de su mensaje
con nuestros ojos del cuerpo, poniéndolos sobre la tabla del Angélico. A la
izquierda, entre el verde follaje del paraíso perdido, Adán y Eva, la primera
pareja humana, que se aleja bajo la pesadumbre de su culpa. Arriba, sobre una
ráfaga de oro, el Espíritu divino, y a la derecha, bajo una tenue y
transparente luz de amanecer, el inefable espectáculo de la reconciliación
entre Dios y la naturaleza humana, que se anuncia en el saludo del ángel, bajo
la bóveda azul, tachonada de estrellas de oro, sin más testigo que la
golondrina silenciosa sobre la barra de hierro entre las esbeltas columnas. El
arcángel se inclina reverente ante la Virgen con sus brazos cruzados. Hay en él
una armonía de amapolas y de trigo maduro; hay en Ella un juego de rosas y
azul. La ráfaga luminosa del Espíritu toca apenas las alas y la aureola del
arcángel y besa el pecho inmaculado de la doncella, que acepta el mensaje. Todo
es elegancia, suprema elegancia de cuerpo y de espíritu, que es el signo de lo
angélico.
Para poner sonido de este mudo cuadro
de colores divinos, se nos acerca San Lucas y nos repite con sobrecogedora
sencillez las palabras del arcángel.
A San Gabriel se le
representa con una vara de perfumada azucena,
la que obsequió a María
Santísima en la Anunciación
que representa la Sublime Pureza Inmaculada
de la Madre Virgen;
Gabriel, enviado por Dios a Nazaret de Galilea, está ante María, la Virgen desposada con José, el varón justo de la casa de David. Y entrando a ella le dice: "Dios te salve, llena de gracia, el Señor es contigo." Se turba la Doncella al oír estas palabras y busca el significado de la desconcertante salutación. Y el ángel la serena: "No temas, María, porque has hallado gracia delante de Dios, y concebirás en tu seno y darás a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús. Él será grande y llamado Hijo del Altísimo, y le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la casa de Jacob por los siglos, y su reino no tendrá fin."
María, suavemente, pregunta:
"¿Cómo podrá ser esto, pues yo no conozco varón?" Y el ángel descorre
el velo del inmenso enigma: "El Espíritu Santo vendrá sobre ti y la virtud
del Altísimo te cubrirá con su sombra, y por esto el hijo engendrado será
santo, será llamado Hijo de Dios. E Isabel, tu parienta, ha concebido un hijo
en su vejez, y éste es ya el mes sexto de la que era estéril, porque nada hay
imposible para Dios." María, rendida y humildemente, acepta: "He aquí
a la sierva del Señor; hágase en mi según tu palabra." El ángel parte. La
Redención ha comenzado. La misión, del embajador ha quedado soberanamente
cumplida (Lc. 1,26ss.).
Pero a los hombres —a estos pobres
seres que somos los hombres— nos quedan, atenazantes, unas cuantas preguntas.
Para que Dios viniera al mundo a redimirnos, ¿era necesario este insólito
anuncio a la Santísima Virgen, a través de un arcángel? ¿No había sido ya
objeto de una profecía de predestinación el misterio de la Encarnación del
Mesías en el seno de una Virgen? Y si la Virgen María tenía esa fe en la
Encarnación y creía en ella con invencible certeza, como indiscutiblemente
creía, ¿para qué el anuncio a través de un ángel? Aún más: si concebir en el
espíritu es algo superior a concebir en el cuerpo, y son muchas las almas
santas que conciben espiritualmente, ¿para qué era necesario y cómo fue posible
que la Virgen de las vírgenes recibiera esa noticia de boca de una criatura,
aunque fuera arcángel? La mente, a la vez poderosa y angélica de Santo Tomás de
Aquino, se hace problema de estos misterios y nos abre perspectivas de luz (Summa
Theologica 3 q.30). La anunciación a María era necesaria, no con necesidad
absoluta, pero sí con necesidad relativa, de conveniencia, porque la unión del
Hijo de Dios a María debía hacerse gradualmente y porque antes que concibiera a
su Hijo en la carne, el espíritu de la Virgen tenía que estar advertido de la
insondable maravilla. Con razón San Agustín ha podido decir que María fue más
feliz al abrazarse a la fe en el Cristo que se le anunciaba, que al concebirlo
en su carne. Pero, además, al ser instruida por Dios del gran misterio a través
del ángel, se transformaba la Virgen Madre en el testigo más seguro y podía
ofrecer a Dios, sin demora, el don voluntario de su ofrenda, de su entrega y
servicio, que dejaba sellado, externa y solemnemente, el matrimonio espiritual
entre el Hijo de Dios y la naturaleza humana entera.
La Anunciación (Bottica)
Pero por qué ese anuncio tenía que hacerse a través de un ángel? Si Dios se revela directamente, sin intermediario, a los ángeles supremos y si María está por encima de todos los ángeles, ¿por qué no le haría Dios directamente a Ella la revelación del misterio? De otro lado, si en el orden humano establecido por Dios, las mujeres, como enseña San Pablo, deben ser instruidas de las realidades divinas por sus esposos, ¿por qué el misterio de la Encarnación no fue anunciado a la Virgen bienaventurada a través de San José, en vez de serlo por mediación del arcángel? Y aún más: Si Dios eligió a un ángel para transmitir su palabra, ¿no debía haber sido uno de los ángeles de la jerarquía suprema, la de los serafines? Sin embargo, el texto revelado de San Lucas es inequívoco: Dios eligió precisamente a un arcángel, al arcángel Gabriel, para ser su mensajero en la Anunciación a María. Y convenía que así fuese por tres razones principales, que desgrana el genio teológico de Santo Tomás.
Dios, en su plan, de gobierno del
universo, reveló los misterios a los hombres por medio de los ángeles. El
arcángel Gabriel dio a conocer a Zacarías el próximo nacimiento de su hijo, el
profeta Juan, y el mismo arcángel completaría el anuncio revelando a María el
misterio por excelencia de la Encarnación del Verbo.
En segundo lugar, la humanidad debía
ser regenerada por Cristo. Si un ángel de obscuridad, bajo forma de serpiente,
causó la perdición de la primera mujer, convenía que un ángel de luz restaurara
la paz entre la humanidad y Dios a través de otra mujer: la Virgen María.
Por último, esa virginidad misma de
la Madre de Dios requería que fuese un ángel el que le anunciara la Encarnación
porque la vida de las vírgenes es como una vida de ángeles sobre la tierra y
aunque la que había de ser Madre de Dios era ya superior a los ángeles por la
dignidad a la que había sido divinamente elegida, sin embargo, su estado de
vida presente, de vida corpórea, la hacía inferior a ellos y entraba dentro de
la armonía de los planes divinos que fuese un ángel quien se acercase a ella
para anunciarle la Buena Nueva. Y ese ángel no tenía por qué pertenecer a la
jerarquía suprema de los serafines, sino ser el primero del orden de los
arcángeles, porque a los arcángeles les corresponde la misión de
intermediarios, de mensajeros entre Dios y los hombres. Y Gabriel —recordemos—
es, por su nombre mismo, "el fuerte de Dios". ¿Quién mejor que él
para anunciar a una criatura humana Que llegaba a la tierra el Señor de todo
poder y de toda verdad?
Todavía puede asaltarnos una duda o
reproche: ¿por qué Gabriel, el ángel anunciador, tomó forma corpórea para
aparecerse a la Virgen? ¿No hubiera sido más alta una visión espiritual o, a lo
más, una visión imaginativa, como la de San José durante su sueño? ¿No se
hubiera evitado así la turbación que, según el Evangelio mismo de San Lucas,
produjo a la Virgen la aparición corporal del ángel? Sin embargo, la revelación
no nos permite dudar de que el arcángel Gabriel se apareció en forma corpórea a
la Virgen María, con rostro rutilante, vestido resplandeciente, en, actitud
admirable, según le describe San Agustín: "Facie rutilans, veste
coruscans, incessu mirabilis."
Podía, en verdad, haberse dado una
visión espiritual o imaginativa, pero había, según el Doctor Angélico,
poderosas razones de conveniencia para que la aparición fuese bajo forma
corpórea. Primero, por el mensaje mismo, Ya que lo que en ángel venía a
anunciar era la encarnación de un Dios invisible y esta idea se hacía más clara
y rotunda si una criatura invisible, como un arcángel, tomaba forma visible al
acercarse a la mujer elegida entre todas las mujeres para ser Madre de Dios.
Segundo, por la dignidad misma de la
Virgen Madre que había de recibir al Hijo de Dios no sólo en su seno corporal,
sino también en su espíritu; y para ello importaba que sus sentidos exteriores
fuesen reconfortados, al mismo tiempo que su espíritu, por una aparición
angélica.
Finalmente, para que el
extraordinario mensaje lograra el necesario grado de certeza, era conveniente
que llegara al espíritu por vía de los sentidos, ya que el ser humano capta con
mayor seguridad lo que ven sus ojos que lo que forja su imaginación.
Y no importa que esa aparición corpórea produjera turbación en la Virgen. Siempre que una fuerza superior del espíritu actúa sobre nuestras vidas, sea a través de visiones imaginativas o de apariciones sensibles, experimentamos turbación. Pero eso es motivo de honor y no de humillación, porque ese estremecimiento en las potencias inferiores tiene precisamente por causa el hecho de la elevación del espíritu a un plano más alto. Y, además, en el caso de la Virgen María, la turbación no fue de duda —como la de Zacarías frente al mismo arcángel Gabriel—, sino de humildad y pudor, y mereció la inmediata palabra tranquilizadora del mensajero: "Ne timeas", "No temas", y la plena revelación del misterio. Santo Tomás subraya agudamente —glosando a San Lucas— que lo que turbó a la Virgen no fue la vista del ángel corpóreo, sino el insondable mensaje que brotaba de sus labios; un mensaje que el arcángel cumplió en un orden perfecto, consecuente con la triple finalidad de su misión. Gabriel tenía que poner al espíritu de la Virgen en actitud de expectativa ante una gran realidad; y por ello la saluda con un saludo nuevo e insólito, al llamarla "llena de gracia", y al decir que el Señor está con Ella y que es bendita entre todas las mujeres. Además, el ángel debía instruir a la Virgen en el misterio de la Encarnación que iba a tener lugar en Ella, y lo hace con las delicadas palabras de que "concebirá en su seno" y de que "el Espíritu Santo vendrá sobre Ella". Y, por último, el ángel debía obtener del corazón de la Virgen una palabra de consentimiento, y para lograrla, evoca el ejemplo de su prima Isabel, grávida en su ancianidad, y, sobre todo, descorre el velo del misterio de la omnipotencia divina.
Esta es la breve y divina historia
del arcángel Gabriel. Su palabra vence al tiempo y nos llega viva a
nosotros cada vez que releemos el relato evangélico o que rememoramos la figura
del enviado del Señor. Una palabra que nos abre los oídos del espíritu al ser
último de todas las cosas; palabra de fe en el Dios Omnipotente. Una
noticia que nos abre, como a la Virgen María, los ojos del alma a la belleza de
la patria que no vemos; palabra de esperanza en la promesa, que
garantiza con su sacrificio y con su redención el Verbo encarnado, el Hijo de
Dios hecho Hombre en las entrañas de María. Un mensaje, por último, que nos
abre el corazón, nuestro duro corazón de piedra, al latido del amor; palabra
de caridad enardecida por el Espíritu, que liga al cielo y la tierra, al
hombre con Dios.
¡Oh tú, arcángel San Gabriel,
embajador de Dios,
patrono de todos los embajadores y mensajeros de la tierra,
de todos los que tienen que cumplir misiones cerca de los hombres;
tú a quien
contemplamos amorosamente en silencio,
empújanos a ser incansables heraldos de
la pureza
y de la humildad de María
y de la realeza
y la magnanimidad de Dios!