Señor del Gran Poder (Sevilla)
Del Evangelio según san Lucas 23, 27-31
Le seguía
una gran multitud del pueblo y mujeres que se dolían y se lamentaban por él.
Jesús, volviéndose a ellas, dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí;
llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos. Porque llegarán días en que
se dirá: ¡Dichosas las estériles, las entrañas que no engendraron y los pechos
que no criaron! Entonces se pondrán a decir a los montes: ¡Caed sobre nosotros!
Y a las colinas: ¡Cubridnos! Porque si en el leño verde hacen esto, en el seco
¿qué se hará?».
Al levantarse de su segunda caída, para llevar la
cruz hasta el final aún con más coraje, oye a unas mujeres compadecerse de él.
Esta es la primera vez que se oye hablar a Jesús camino del calvario: “no
lloréis por mí, llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos”. Jesús
hace saber a aquellas hijas de Jerusalén las calamidades que amenazan a su
ciudad, a ellas mismas y a sus hijos. Aún le queda vista y voz suficiente para
taladrar la historia.
Lloramos por los hermanos sometidos a una siniestra
soledad; nos compadecemos hasta llegar a la protesta valiente contra la
desnutrición a la que son sometidos niños; deploramos la explotación en el
trabajo. Esta actitud es expresión de solidaridad, pero no llega a la raíz del
problema. Sigue habiendo acumulación de bienes en unos pocos y en detrimento de
muchos. La práctica cristiana tiene que ayudar a la transformación de las
relaciones humanas; por medio de la compasión se anticipa y concreta el Reino
de Dios.
MEDITACIÓN
En aquel viernes de primavera, en el camino que
llevaba al Gólgota no se agolpaban sólo los desocupados, los curiosos y la
gente hostil a Jesús. En efecto, también había un grupo de mujeres, tal vez
pertenecientes a una cofradía dedicada al consuelo y a la lamentación ritual
por los moribundos y los condenados a muerte. Cristo, durante su vida terrena,
superando convenciones y prejuicios, a menudo se había rodeado de mujeres y
había conversado con ellas, escuchando sus dramas pequeños y grandes: desde la
fiebre de la suegra de Pedro hasta la tragedia de la viuda de Naím, desde la
prostituta que lloraba hasta el tormento interior de María Magdalena, desde el
afecto de Marta y María hasta el sufrimiento de la mujer que padecía un flujo
de sangre, desde la joven hija de Jairo hasta la anciana encorvada, desde la
noble Juana de Cusa hasta la viuda indigente y las figuras femeninas de la
muchedumbre que lo seguía.
Así pues, en torno a Jesús, hasta su última hora, se encuentran numerosas madres, hijas y hermanas. Nosotros, ahora, nos imaginamos que están también a su lado todas las mujeres humilladas y violentadas, las marginadas y sometidas a prácticas tribales indignas, las mujeres con crisis y solas ante su maternidad, las madres judías y palestinas, y las de todas las tierras en guerra, las viudas y las ancianas olvidadas por sus hijos... Es una larga lista de mujeres que testimonian ante un mundo árido y cruel el don de la ternura y de la conmoción, como hicieron por el hijo de María al final de aquella mañana de Jerusalén. Esas mujeres nos enseñan la belleza de los sentimientos: no debemos avergonzarnos de que nuestro corazón acelere sus latidos por la compasión, de que a veces resbalen las lágrimas por nuestras mejillas, de que sintamos la necesidad de una caricia y de un consuelo.
Jesús acepta los gestos de caridad de esas mujeres,
como en otras ocasiones había aceptado otros gestos delicados. Pero
paradójicamente ahora es él quien se interesa por los sufrimientos que afectan
a esas «hijas de Jerusalén»: «No lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y
por vuestros hijos». En efecto, está a punto de estallar un incendio sobre el
pueblo y sobre la ciudad santa, «un leño seco» preparado para atizar el
fuego.
La mirada de Jesús se desliza hacia el futuro
juicio divino sobre el mal, sobre la injusticia, sobre el odio que están
alimentando ese fuego. Cristo se conmueve por el dolor que va a caer sobre esas
madres cuando irrumpa en la historia la intervención justa de Dios. Pero sus
estremecedoras palabras no indican un desenlace desesperado, porque su voz es
la voz de los profetas, una voz que no engendra agonía y muerte, sino
conversión y vida: «Buscad al Señor y viviréis... Entonces se alegrará la
doncella en el baile, los mozos y los viejos juntos, y cambiaré su duelo en
regocijo, y los consolaré y alegraré de su tristeza».
Jesús, mientras cargabas la cruz viste a un grupo
de mujeres. Te pudiste fijar que estaban tristes. Te detuviste un momento con
ellas, para darles un poco de coraje. No te importó el haber sido abandonado
por tus amigos o el estar sufriendo tanto dolor, Te detuviste y trataste de
consolarlas.
Como niño, a veces pienso mucho en mí. Pienso sobre
todas las cosas que quiero y de como me gustaría que las personas gastaran sus
vidas complaciéndome.
Como adulto, a veces actúo como niño. Me encierro tanto en mi y en lo que me gusta que se me olvida que los otros también tienen necesidades. Tomo sus necesidades por menos y muy seguido ignoro sus necesidades.
Ayúdame a pensar más en los demás. Ayúdame a
recordar que los otros también tienen problemas. Ayúdame a responder a los
demás y ayudarlos, olvidando mis problemas y necesidades.
La compasión es la respuesta al sufrimiento ajeno;
sería ideal que fuera la respuesta ante la falta, en el otro, de lo necesario;
quizá de aquello que le trae un mínimo de dignidad y un esbozo de felicidad. La
compasión tiene que ser nuestra respuesta inmediata, movernos inmediatamente y
sin pensarlo reaccionando ante el sufrimiento ajeno. Esto forma parte de lo que
significa ser humano; esto es, siguiendo la actitud que encontramos en esta
estación, lo que se nos pide.
El día en que nadie se compadezca ya de nadie, será
señal de que se ahogó completamente la esperanza y que lo contrario al bien se
propaga por la humanidad. Por eso Jesús se reconforta con las lágrimas
compasivas de las mujeres. La mayor y más profunda miseria humana no proviene
de la infelicidad sino de la injusticia. Jesús conoce y es consciente de su
inocencia y por ello exhorta; calma un llanto de súplica al cielo que pide
misericordia. Lo calma porque sabe que él redime a la humanidad, a la que
ofrece una vida liberada por la que ya no será preciso llorar ni lamentarse.
REFLEXIÓN:
El infinito sufrimiento de Jesús es
motivo de compasión y de lágrimas, para algunas mujeres que caminan entre la
multitud que va tras él, hacia el Calvario. Jesús las mira con amor, y les
recuerda que su dolor no es más que una parte del inmenso dolor que hay en el
mundo, y que también necesita ser tenido en cuenta por nosotros.
Señor, danos la gracia de sabernos
compadecer de los sufrimientos de todas las personas que comparten su vida con
nosotros, y la capacidad para ayudarles a sobrellevarlos o superarlos, según el
caso.
Y danos también la gracia de vivir
nuestros propios sufrimientos con paciencia y humildad, unidos espiritualmente
a ti.
«Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí;
llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos. Porque llegarán días en
que se dirá: ¡Dichosas las estériles, las entrañas que no engendraron y
los pechos que no criaron! Entonces se pondrán a decir a los montes: ¡Caed
sobre nosotros! Y a las colinas: ¡Cubridnos! Porque si en el leño verde
hacen esto, en el seco, ¿qué se hará?" (Lc 23,28-31). Son las palabras de
Jesús a las mujeres de Jerusalén que lloraban mostrando compasión por el
Condenado.
«No lloréis por mí; llorad más bien por
vosotras y por vuestros hijos». Entonces era verdaderamente difícil
entender el sentido de estas palabras. Contenían una profecía que pronto
habría de cumplirse. Poco antes, Jesús había llorado por Jerusalén,
anunciando la horrenda suerte que le iba a tocar. Ahora, Él parece
remitirse a esa predicción: «Llorad por vuestros hijos...». Llorad, porque
ellos, precisamente ellos, serán testigos y partícipes de la destrucción
de Jerusalén, de esa Jerusalén que «no ha sabido reconocer el tiempo de la
visita» (Lc 19,44).
Si, mientras seguimos a Cristo en el camino
de la cruz, se despierta en nuestros corazones la compasión por su
sufrimiento, no podemos olvidar esta advertencia. «Si en el leño verde
hacen esto, en el seco, ¿qué se hará?». Para nuestra generación, que deja
atrás un milenio, más que de llorar por Cristo martirizado, es la hora de
«reconocer el tiempo de la visita». Ya resplandece la aurora de la
resurrección. «Mirad ahora el momento favorable; mirad ahora el día de
salvación" (2 Cor 6,2).
Cristo nos dirige a cada uno de nosotros
estas palabras del Apocalipsis: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si
alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él
y él conmigo. Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, como
yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono» (Ap
3,20-21).
Vía crucis de Gerardo
Diego
Qué vivo dolor aflige
a estas mujeres piadosas,
madres, hermanas, esposas,
sin culpa del «crucifige».
Jesús a ellas se dirige.
Sus palabras, oídlas bien.
-Hijas de Jerusalén.
Llorad vuestro llanto, sí,
por vosotras, no por mí.
Por vuestros hijos también.
Por nosotros mismos, cierto.
Pero ¿quién por ti no llora?
Haz que llore hora tras hora
por mí tibio y por ti yerto.
Riégame este estéril huerto.
Quiébrame esta torva frente.
Ábreme una vena ardiente
de dulce y amargo llanto,
y espanta de mí este espanto
de hallar cegada mi fuente.
Nos pinta esta estación la composición del
encuentro con la piadosas mujeres, único momento de la vía dolorosa en que
Jesús responde atento a tan valientes interlocutoras, invitándolas a
verter tan compasivo llanto, en momento el más relevante, sobre ellas
mismas y sus propios hijos.
Pausa de
silencio
OREMOS
Cristo, que has
venido a este mundo para visitar a todos los que esperan la salvación, haz
que nuestra generación reconozca el tiempo de tu visita y tenga parte en
los frutos de tu redención. No permitas que por nosotros y por los hombres
del nuevo siglo se tenga que llorar porque hayamos rechazado la mano del
Padre misericordioso.
A ti, Jesús, nacido de la Virgen, Hija de
Sión, honor y gloria por los siglos de los siglos.
Amén.