Señor de las Penas (Hermandad de la Estrella - Sevilla)
Del Evangelio según san Lucas 23, 33-37 y según san
Mateo 27, 46
Llegados al
lugar llamado Calvario, le crucificaron allí a él y a los malhechores, uno a la
derecha y otro a la izquierda. Jesús decía: «Padre, perdónales, porque no
saben lo que hacen». Se repartieron sus vestidos, echando a suertes. Estaba el
pueblo mirando; los magistrados hacían muecas diciendo: «A otros salvó; que se
salve a sí mismo si él es el Cristo de Dios, el Elegido». También los soldados
se burlaban de él y, acercándose, le ofrecían vinagre y le decían: «Si tú eres
el rey de los judíos, ¡sálvate!».
Y alrededor de la hora nona clamó Jesús con fuerte voz: «¡Elí, Elí! ¿lemá
sabactaní?», esto es, «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?».
«Han taladrado mis manos
y mis pies, puedo contar todos mis huesos» (Sal 21,17-18). Se cumplen las palabras del profeta. Comienza la ejecución.
Los golpes de los soldados aplastan contra el madero de la cruz las manos y los
pies del condenado. En las muñecas los clavos penetran con fuerza. Esos clavos
sostendrán al condenado entre los indescriptibles tormentos de la agonía. En su
cuerpo y en su espíritu de gran sensibilidad, Cristo sufre lo indecible.
Junto a él
son crucificados dos verdaderos malhechores, uno a su derecha y el otro a su
izquierda. Se cumple así la profecía: «Con los rebeldes fue contado» (Is
53,12). Cuando los soldados levanten la cruz, comenzará una agonía que durará
tres horas. Es necesario que se cumpla también esta palabra: «Yo, cuando sea
levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32).
¿Qué es lo
que «atrae» de este condenado agonizante en la cruz? Ciertamente, la vista de
un sufrimiento tan intenso despierta compasión. Pero la compasión es demasiado
poco para mover a unir la propia vida a Aquél que está suspendido en la cruz.
¿Cómo explicar que, generación tras generación, esta terrible visión haya atraído
a una multitud incontable de personas, que han hecho de la cruz el distintivo
de su fe?, ¿de hombres y mujeres que durante siglos han vivido y dado la vida
mirando este signo?
Cristo atrae
desde la cruz con la fuerza del amor divino, que ha llegado hasta del don total
de sí mismo; del amor infinito, que en la cruz ha levantado de la tierra el
peso del cuerpo de Cristo, para contrarrestar el peso de la culpa antigua; del
amor ilimitado, que ha colmado toda ausencia de amor y ha permitido que el
hombre nuevamente encuentre refugio entre los brazos del Padre misericordioso.
¡Que Cristo elevado en la cruz nos atraiga también a nosotros, hombres y
mujeres del nuevo milenio!
Bajo la
sombra de la cruz, «vivimos en el amor como Cristo nos amó y se entregó por nosotros
como oblación y víctima de suave aroma» (Ef 5,2).
Pausa de
silencio
Oremos:
Cristo elevado, Amor crucificado, llena nuestros
corazones de tu amor, para que reconozcamos en tu cruz el signo de nuestra
redención y, atraídos por tus heridas, vivamos y muramos contigo, que vives y
reinas con el Padre y el Espíritu Santo, ahora y por los siglos de los siglos.
Amén.
MEDITACIÓN
Los sufrimientos de Jesús llegan a su culmen. Ante
Pilato no tuvo miedo. Había soportado los malos tratos de los soldados romanos.
Había mantenido el control de sí mismo durante la flagelación y la coronación
de espinas. Incluso en la cruz parecía que no le afectaba la tempestad de
insultos. No se lamentaba ni sentía deseos de venganza. Pero, al final, llega
el momento en el que desfallece. No le quedan fuerzas para resistir. Se siente
abandonado incluso por el Padre.
La experiencia nos dice que incluso el hombre más
fuerte puede descender a los abismos de la desesperación. Las frustraciones
se acumulan; la ira y el resentimiento hacen sentir su peso. Enfermedades,
malas noticias, desgracias, malos tratos..., todo puede llegar al mismo tiempo.
Puede habernos sucedido también a nosotros. En estos momentos tenemos necesidad
de recordar que Jesús nunca nos abandona. Él se dirigió
al Padre con un grito.
Que también nuestro grito se dirija al Padre, quien
constantemente sale a nuestro encuentro para ayudarnos en toda nuestra angustia
cada vez que lo invocamos (cf. Sal 107, 6, 13, 19, 20).
Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
Porque por tu santa cruz, redimiste al mundo.
Porque por tu santa cruz, redimiste al mundo.
“…En su pasión no profería amenazas; al contrario, se ponía en manos del que
juzga justamente. Cargado con nuestros pecados, subió al leño, para que,
muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas nos han curado” (1 Pe
2,23-24). Te taladran las manos y los pies, sujetándote con clavos a la cruz.
La agonía es dura, para respirar tienes que colgarte aún más sobre tus heridas.
Así largo rato. ¿Quién pudo inventar algo tan cruel para el ser humano? ¡Nunca
terminaremos de entender el misterio y el poder de la cruz! ¡Y sin embargo es
el misterio de nuestra redención! Gracias, Señor, por asumir por nosotros tanto
dolor y tanto escarnio. Desde ese momento sabemos que tu amor y tu perdón son
infinitos. Siempre podremos mirar tu cruz para hallar consuelo en nuestro dolor
y respuestas en nuestras dudas y sufrimientos. Hace poco miraba a un enfermo
llagado y casi inmóvil en su cama: te veía a ti crucificado y en agonía. Hay,
Señor, quien no quiere recordarte en la cruz; hay quien quiere quitar y
desechar esa imagen de entrega y de sacrificio… Lo peor de todo es que esos
mismos tampoco saben mirar a los crucificados de nuestro mundo. Se sienten
mejor en el humo y en las sombras de su existencia cómoda inauténtica y
relativista. También les llegará su cruz… y no sabrán que te tienen cerca. Por
ellos, rezamos, y más aún por los crucificados que en ti hayan tanta fortaleza
y consuelo, para que a todos nos alcance tu redención…
Señor, ten piedad…
Enormes clavos perforan sus pies y
manos para fijarle a la cruz. Está sangrando mucho más. Cuando levantan la
cruz, el peso de su vida cuelga de esos clavos. Cada vez que trata de erguirse
para respirar, se le escapa un poco más de vida.
Me obligo a observar cómo los clavos
perforan su carne. Y observo su rostro. Contemplo la totalidad de su entrada en
nuestras vidas. ¿Acaso habrá algún dolor o agonía que él no pueda entender?
Esto es por mí. Jesús clavado en la
cruz proclamando eternamente la libertad a los cautivos. ¡Cuánto dolor y
gratitud llenan mi corazón!
Clavado a la cruz, tú sabes como se
siente aquel que, atado a las circunstancias, año tras año no llega a ningún
lugar. Por tus taladrados pies y manos, Señor, ayuda aquellos atados a la cruz de
una larga enfermedad o en desgracia.
Vía
crucis de Gerardo Diego
Por fin en la cruz te acuestas.
Te abren una y otra mano,
un pie y otro soberano,
y a todo, manso, te prestas.
Luego entre Dimas y Gestas,
desencajado por crueles
distensiones de cordeles,
te clavan crucificado
y te punzan el costado
y te refrescan de hieles.
Y que esto llegue es preciso
y así todo se consuma,
y, a la carga que te abruma,
el cuello inclinas sumiso.
-Conmigo en el paraíso
serás hoy- al buen ladrón
prometes. Tierna lección
la de tus palabras ciertas.
Toma mis manos abiertas.
Toma mis pies: tuyos son.
El autor narra en segunda persona,
para sentir más cerca la presencia de Cristo, la escena crucial de la
crucifixión: cordeles, clavos, hiel, son los instrumentos martiriales con que
se compone la crueldad extrema que ennegrece el ámbito inhabitable del monte de
la Calavera.
El poeta se detiene en un gesto
altamente significativo: la inaudita docilidad que imprime a su aceptación de
la obra del Padre, en la oferta voluntaria y sumisa de manos y pies, en prenda
de la vida eterna que estrena el ladrón oportunamente arrepentido.-
ORACIÓN
Señor, cuando las nubes se hacen densas en el
horizonte y todo parece perdido, cuando no encontramos amigos que estén a
nuestro lado y la esperanza se nos escapa de las manos, enséñanos a confiar en
ti, pues tenemos la certeza de que vendrás en nuestra ayuda (cf. Sal 25, 15). Que la experiencia del
dolor y de la oscuridad interior nos enseñe la gran verdad de que contigo nada queda perdido, de que
incluso nuestros pecados —una vez reconocidos en el arrepentimiento— sirven
para una finalidad, como leña seca en el frío del invierno (cf.
Hermano Roger de Taizé).
Señor, tú has concebido un plan universal detrás de los mecanismos del universo y el
progreso de la historia.
Abre nuestro corazón a los ritmos y a los modelos
de los movimientos de las estrellas, al equilibrio y la proporción de la
estructura interna de los elementos, a la interdependencia y la
complementariedad de la naturaleza, al progreso y a la finalidad en el curso de
la historia, a la corrección y a la enmienda en nuestras historias personales.
Tú no dejas de recrear esta armonía, a pesar de los dolorosos desequilibrios que nosotros
causamos.
En ti incluso la pérdida más grande es una
ganancia. En efecto, la muerte de Cristo lleva a la resurrección.
Amén