miércoles, 7 de noviembre de 2012

EL SENTIDO DE LA PASIÓN: FISIOLOGÍA DEL DOLOR Y MUERTE DE CRISTO







En la entrada de hoy, entro a valorar un aspecto poco tratado hasta ahora en Pasión Dombenitense, pero que forma parte de lo que entendemos por formación cofrade, incluso en temas que no suelen ser valorados en profundidad. El sufrimiento intenso empezó antes de que se iniciara la vejación. Jesús tenía el peso del mundo sobre sus hombros; incluso antes de que la crucifixión empezara, mostraba claramente síntomas físicos relacionados con un intenso sufrimiento.

A pesar del desprecio contra algunas devociones particulares y la acusación a la Iglesia de vanos “dolorismos”, la Pasión terrible de Cristo es un hecho, y un hecho cierto e innegable, testimoniado extensamente por la Sagrada Escritura y por toda la Iglesia primitiva. Hay que preguntarse más bien el porque de tal sufrimiento. ¿Por qué el Señor ha querido sufrir semejantes dolores e indecible padecimientos?

La Iglesia ha encontrado algunas respuestas. Digamos al menos cuatro. Primero, para mostrar a los hombres la consecuencia de sus transgresiones, la pena que merecían nuestras faltas (“Cristo ha muerto por nuestros pecados” I Cor 15, 3; “El llevo sobre la cruz nuestros pecados, cargándolos en su cuerpo” I Pe 2, 24). Segundo, para redimir a la humanidad, para liberarnos del pecado y de la muerte, para llevarnos a la vida eterna (“En Cristo, gracias a la sangre que derramó, tenemos la liberación y el perdón de los pecados” Ef 1, 7; “El lavó nuestros pecados en su sangre” Ap 1, 5; “Este es el Cordero de Dios que quita los pecados del mundo” Jn 1, 29; “Esto es mi cuerpo, que se entrega por ustedes…esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi sangre, que se derrama por ustedes” Lc 22, 19-20). Tercero, para dar ejemplo de todas las virtudes: obediencia, humildad, negación de sí mismo, paciencia, caridad, justicia, perdón, amor… (“Cristo padeció por ustedes, y les dejó un ejemplo, para que sigan sus huellas” I Pe 2, 21; “Se hizo obediente hasta la muerte” Fil 2, 8). Cuarto, para conocer la “anchura y la longitud, la altura y la profundidad” del amor divino (“La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros” Rom 5, 8; “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos Jn 15, 13; “Me amó y se entrego por mi” Gál 2, 20).


No puede comprenderse la Pasión sino desde la intención y propósito divino. Cada lágrima del Señor, cada tristeza, cada herida en su carne, cada gota de sangre derramada, debe ayudarnos a comprender la grandeza del amor de Dios en Jesucristo. Su dolor manifiesta su amor. Así como son sus dolores, así son sus amores. Detengámonos una vez más en los padecimientos de Cristo y podremos descubrir nuevamente el inmenso amor de Dios hacia nosotros.


LOS SUFRIMIENTOS DEL SEÑOR

La noche anterior a la ejecución sus discípulos dicen haber visto a Jesús en "agonía" sobre el Monte de los Olivos; no tan solo no durmió en toda la noche, sino que parece haber estado sudando abundantemente. Tan grande era el sufrimiento que había pequeños vasos sanguíneos que se rompían en sus glándulas sudoríficas y emitían gotas rojas tan grandes que caían al suelo (véase Lucas 22:44). Este síntoma de intenso sufrimiento se llama hematohidrosis. (Del cual ya hemos hablado en otra entrada de este Blog).





Comencemos en el huerto de los olivos. Allí Jesús representa en su interior la Pasión que se aproxima (“Entonces comenzó a entristecerse y angustiarse”; “mi alma siente una tristeza de muerte”). Getsemaní es la conciencia de la Pasión y su ofrecimiento al Padre. La tristeza y el dolor son la conciencia o percepción de un padecimiento. Jesús siente por anticipado su dolor. Siente que siente, de algún modo, lo que padecerá. Siente los golpes, los látigos, las espinas, los clavos. Siente el abandono de sus discípulos, la soledad, la burla, el desprecio, las blasfemias, el odio, la muerte. Todo esto lo lleva a su corazón y lo ofrece al Padre en la oración (“Que no se haga mi voluntad, sino la tuya”). Lleva la muerte a su alma y la hace voluntaria.

Jesús estaba físicamente agotado y en peligro de sufrir un colapso si no recibía líquidos. Este es el Hombre al cual los soldados romanos torturaron. Antes de la crucifixión, Cristo oró en el Jardín del Getsemaní; el discípulo y médico Lucas señaló lo siguiente: "Y estando en agonía, oraba más intensamente; y era su sudor como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra." (Lucas 22:44). Esto fue escrito por Lucas, un hombre bien educado y un observador cuidadoso de profesión. Lucas es también el único escritor que menciona el sudor de sangre, posiblemente debido a su interés como médico en este raro fenómeno fisiológico.
 
De acuerdo con el Dr. Frederick Zugibe, Jefe Examinador Médico del Condado de Rockland, Nueva York, a pesar de que esta dolencia es poco frecuente, es bien conocido y ha habido muchos casos de la misma. Alrededor de las glándulas sudoríparas, hay múltiples vasos sanguíneos en un formulario a modo de red; bajo la presión de una gran tensión, los vasos se contraen; luego, cuando la ansiedad pasa a los vasos sanguíneos, se dilatan hasta el punto de ruptura. La sangre entra en las glándulas sudoríparas y a medida que éstas producen sudor, la sangre brota a la superficie en forma de gotas.

El peso más grande sobre Jesús era el conocimiento de que pronto asumiría todos los pecados del hombre e iba a sufrir una forma de infierno destinado a los pecadores perdidos.




La representación de su Pasión es intensísima. La angustia abre sus venas. La tensión nerviosa contrae su carne y de sus poros brota sudor y sangre (Lc 22. 44). Es que, no solo represente su Pasión. Hace presente la fealdad y gravedad de los pecados del mundo. Los cometidos por su Pueblo Israel. Los que cometerá su Iglesia. Pero encarna también los sufrimientos del mundo. Los de Israel. Los de su Iglesia. Siente su dolor, pero también mi dolor, tu dolor (“A mi me lo hiciste”). Su oración se hace oración universal y agradable al Padre.

Apresan a Jesús y comienzan los juicios. Jesús pasa la noche de un tribunal a otro, siendo juzgado, maltratado, difamado. A nada de esto es indiferente el Señor. Su sensibilidad es riquísima, mucho mayor que la nuestra. Su silencio no es estoico, sino sentido, contenido, dolido. El Señor se conmueve ante el abandono de sus cercanos, el odio de todos, el rechazo de su Pueblo (“Cuando estuvo cerca –de Jerusalén-, y vio la ciudad, se puso a llorar por ella diciendo: ¡Si tú también hubieran comprendido en este día el mensaje de paz!” Lc 19, 41-42).


Se burla de Cristo. La burla es sobre los males y defectos ajenos, cuando estos son pequeños. La burla es más grave cuando se toma por pequeño e insignificante lo serio. Y la Pasión del Señor es “Lo Serio”, “Lo grave”, por antonomasia. “La burla es un pecado, y tanto más grave cuanto mayor respeto se debe a la persona de quién se burla. Por lo cual, es gravísimo burlarse de Dios y de las cosas que son de Dios, según el profeta (Is 37, 23), ¿a quién has ultrajado, y de quién has blasfemado, y contra quién has alzado tu voz? Contra el Santo de Israel” (S Th II-II, 75, 2). El Señor guarda silencio y perdona, “no saben lo que hacen”.


Llevan al Señor al pretorio y ¡Ay! ¡Lo flagelan! (“Sobre mis espaldas metieron el arado, y abrieron largos surcos” Salmo 128, 3). Los látigos tenían bolillas de plomo en sus extremos. Cada golpe arrancaba pedazos de carne, cada vez con mayor profundidad. Los golpes caen sobre su hombros y espalda, sobre su pecho, sobre su piernas y brazos, sobre su rostro (“Puedo contar todos mis huesos, y ellos me miran con aire de triunfo” Salmo 21, 18). “Rompen la carne, surcan el cuerpo, añaden llagas sobre llagas. Abren sus espaldas hasta descubrir sus entrañas, y en poco tiempo no dejan en él figura de hombre… (Is 1, 6).”[1] Los golpes lo asfixian. A pesar del gran esfuerzo, no puede respirar.

LOS AZOTES
 
Fueron tres los momentos claves y de mayor sufrimiento a los que Jesús fue sometido: Los castigos que daban los romanos: la flagelación era un preliminar legal para toda ejecución romana. Desnudaban la parte superior del cuerpo de la víctima, lo sujetaban a un pilar poco elevado, con la espalda encorvada, de modo que al descargar sobre ésta los golpes, nada perdiesen de su fuerza y golpeaban, sin compasión y sin misericordia alguna. El instrumento usual era un azote corto (flagrum o flagellum) con varias cuerdas o correas de cuero, a las cuales se ataban pequeñas bolas de hierro o trocitos de huesos de ovejas a varios intervalos.
 
De este modo, cuando los soldados azotaban repetidamente y con todas sus fuerzas las espaldas de su víctima, las bolas de hierro causaban profundas contusiones y hematomas. Los huesos de oveja desgarraban la piel y el tejido celular subcutáneo. Al continuar los azotes, las laceraciones cortaban hasta los músculos, produciendo tiras sangrientas de carne desgarrada, lo que creaba las condiciones para producir una pérdida importante de líquidos (sangre y plasma). Hay que tener en cuenta que la hematidrosis (sudoración de sangre) había dejado la piel muy sensible en Jesús.


Luego viene la coronación de espinas. Las espinas se injertan sobre su cuero cabelludo, en la piel, en la carne. Lo golpean con una caña y agudísimas astillas penetran aún más en su cabeza. De la multitud de arterias brota mucha sangre que cubre todo su rostro y su cuerpo. Jesús queda aturdidísimo y con terribles jaquecas. Su fiebre es altísima. Los soldados se burlan del Señor.



LA CORONA DE ESPINAS

En el estado de sufrimiento de Cristo, tras los crudos golpes que habían sido suficientes para matarlo, se agravó con la inserción de las espinas, profundas, en su cabeza. Su cuerpo ya estaba magullado, cortado y sangrante, y siguiendo las Escrituras y los dichos de los Apóstoles, no había tenido ningún alimento durante muchas horas, lo que se habría agravado por la pérdida de líquidos tras las abundantes hemorragias. Eso hizo suponer que Jesús estaría gravemente deshidratado. Esta tortura brutal ciertamente le habría llevado a lo que los médicos llaman colapso o shock.
 
Cuentan las Escrituras, que al momento de la "coronación" congregaron a toda la corte conformada por entre 400 y 600 hombres para burlarse de Él. Allí lo desnudaron, lo hicieron sentar sobre cualquier banco de piedra, le echaron en las espaldas una capa corta color grana y le encasquetan la corona de espinas con fuerza sobre la cabeza, le pusieron una caña por cetro en la mano derecha y empieza la farsa… "¡Salve, Rey de los judíos! Y le golpeaban en la cabeza con una caña, y lo escupían, y puestos de rodillas le hacían reverencias. Después de haberlo escarnecido, lo desnudaron…" (Marcos 15:15-20; Mateo 27:26-31; Juan 19:1-3).
 
La palabra "corona" ha inducido a pensar en un cerco de espinas en torno a la cabeza, tal como lo presentan los crucifijos, pero la frase empleada por Marcos al igual que Juan es: "Plexantes stephanon ex acanthon… epethekan epi tes kefales autou", lo que significaría según los investigadores: "Entretejiendo una corona de espinas que pusieron sobre su cabeza". Estas espinas de una planta local se entretejían alrededor de la cabeza horizontalmente de la frente a la nuca pasando por encima de las orejas.



Camino al calvario colocan la cruz sobre las profundas heridas de sus hombros, casi sobre sus huesos, muy expuestos. No hace falta se visionario ni recurrir a la Tradición para saber que el Señor está totalmente exhausto, agotado, sin fuerza alguna. Se encuentra muy deshidratado (“Mi garganta está seca como una teja y la lengua se me pega al paladar” Salmo 21, 16). Hace mucho tiempo no injiere agua y ha perdido gran cantidad de sangre. Casi no puede hablar. Todo su cuerpo tiembla. Por poco no ve. Sus ojos y pómulos están hinchados por los golpes, cubiertos de sudor, sangre y tierra. Tambalea. El Señor cae, inevitablemente, y por eso la necesaria ayuda del Cireneo (“Soy como agua que se derrama, todos mis huesos están dislocados” Salmo 21, 15). La gente se burla de Jesús.


Llegan al calvario y lo desnudan (“soy un gusano, no un hombre, vergüenza de la gente, desprecio del Pueblo” Salmo 21, 7). Su cuerpo está todo inflamado por los golpes, abierto por las heridas, ya infectadas. Y como si fuera poco, ¡Ay! ¡Lo crucifican! ¡Jesús! (“Taladran mis manos y mis pies, y me hunden en el polvo de la muerte” Salmo 21, 17-18) “La muerte de los crucificados es la más terrible, puesto que son clavados en las partes más nerviosas y sensibles, esto es, las manos y los pies; y el peso mismo del cuerpo, que pende continuamente, aumenta el dolor, puesto que no mueren inmediatamente” (S Th III, 46, 6). Los clavos rompen carne, fibras nerviosas, arterias, venas, tendones. Estalla de dolor su alma, su conciencia. Los sumos sacerdotes, los escribas y los ancianos se burlan de Cristo. El Señor agoniza y muere.

CRUCIFIXIÓN
 
El efecto principal de la crucifixión, aparte del tremendo dolor que presentaba en sus brazos y piernas, era la marcada interferencia con la respiración normal, particularmente en la exhalación. El peso del cuerpo jalado hacia abajo, con los brazos y hombros extendidos, tendían a fijar los músculos intercostales a un estado de inhalación y por consiguiente afectando la exhalación pasiva. De esta manera la exhalación era primeramente diafragmática y la respiración, muy leve. Esta forma de respiración no era suficiente y pronto produjo retención de CO2 (hipercapnia).
 
Para poder respirar y ganar aire, Jesús tenía que apoyarse en sus pies, tratar de flexionar sus brazos y después dejarse desplomar para que la exhalación se produjera. Pero al dejarse desplomar le producía igualmente una serie de dolores en todo su cuerpo.
 
El desarrollo de calambres musculares o contracturas tetánicas debido a la fatiga y la hipercapnia afectaron aún más la respiración. La exhalación adecuada requería que se incorporara el cuerpo, empujándolo hacia arriba con los pies y flexionando los codos, aductando los hombros. Esta maniobra colocaría el peso total del cuerpo en los tarsales y causaría un tremendo dolor. Más aún, la flexión de los codos causaría rotación en las muñecas en torno a los clavos de hierro y provocaría enorme dolor a través de los nervios lacerados. El levantar el cuerpo rasparía dolorosamente la espalda contra el estipe (la madera vertical de la cruz donde quedaba apoyada la espalda). Como resultado de eso, cada esfuerzo de respiración se volvería agonizante y fatigoso, eventualmente llevaría a la asfixia y finalmente a su fallecimiento.



Si el grano de trigo que cae en tierra muere da mucho fruto (Jn 12, 24).

La Pasión del Jesús ha conmovido y convertido a los hombres más endurecidos por el pecado, a los más alejados del Señor. Ha puesto fe y esperanza en lo que “estaba perdido”, vida en lo que “estaba muerto”. El Cordero divino “atrajo a todos hacia si” (Jn 12, 32). Era necesario que padeciera todas estas cosas (Jn 3, 15; Lc, 24, 44):

“El soportaba nuestros sufrimientos, y cargaba con nuestras dolencias, y nosotros lo consideramos golpeado, herido por Dios y humillado. El fue traspasado por nuestras rebeldías, y triturado por nuestras iniquidades. El castigo que nos da la paz, recayó sobre él, por sus heridas fuimos sanados. Todos andábamos errantes como ovejas, siguiendo cada uno su propio camino, y el Señor hizo recaer sobre él, las iniquidades de todos nosotros. Al ser maltratado, se humillaba, y ni siquiera abría su boca: como un cordero llevado al matadero, como una oveja muda, ante el que la esquila, él no abría su boca…El Señor quiso aplastarlo con el sufrimiento…Mi Servidor justo justificará a muchos y cargará sobre sí las faltas de ellos” (Is 53, 4-11).





LA LANZADA
 
Era costumbre de los romanos que los cuerpos de los crucificados permaneciesen largas horas pendientes de la cruz, a veces hasta que entraban en putrefacción o las fieras y las aves de rapiña los devoraban.
 
Por lo tanto, antes de que Jesús muriese, los príncipes de los sacerdotes y sus colegas del Sanedrín pidieron a Pilato que, según la costumbre romana, mandase rematar a los ajusticiados, haciendo que se le quebrasen las piernas a golpes. Esta bárbara operación se llamaba en latín crurifragium (Juan 19:31-37).
 
Las piernas de los ladrones fueron quebradas, mas al llegar a Jesús y observar que ya estaba muerto, renunciaron a golpearlo, pero uno de los soldados, para mayor seguridad, quiso darle lo que se llamaba el "golpe de gracia" y le traspasó el pecho con una lanza.
 
Por esta sangre y por esa agua que salieron del costado, los médicos han concluido que el pericardio (saco membranoso que envuelve el corazón) debió ser alcanzado por la lanza, o que se pudo ocasionar la perforación del ventrículo derecho, o tal vez había un hemopericardio postraumático, o representaba fluido de pleura y pericardio, de donde habría procedido la efusión de sangre l
 

CAUSAS DE LA MUERTE
 
Después de sufrir la flagelación, el largo vía crucis y la dolorosa crucifixión, Jesucristo murió de asfixia, insuficiencia cardiaca aguda y finalmente un infarto al miocardio, pero si hubiera necesidad de realizar una ficha o informe final de las causas clínicas de su fallecimiento, serían al menos diez los diferentes aspectos médicos que le causaron la muerte.
 
El médico Frederick Farrar describe el efecto torturador pretendido: "una muerte por crucifixión parece incluir todo lo que el dolor y la muerte puedan tener de horrible y espantoso, vértigo, calambres, sed, inanición, falta de sueño, fiebre, tétano, vergüenza, publicación de la vergüenza, larga duración del tormento, horror de la anticipación, mortificación de las heridas no cuidadas..."
 
Un médico lo resumió como "una sinfonía del dolor" producida por cada movimiento, con cada inspiración, incluso una pequeña brisa sobre su piel podría causar un dolor intenso en ese momento.
 
Zugibe cree que Cristo murió de un colapso debido a la pérdida de sangre y líquido, más un choque traumático por su heridas, además de una sacudida cardiogénica que causó que el corazón sucumbiera.
 
James Thompson cree que Jesús no murió por agotamiento, ni por los golpes o por las 3 horas de crucifixión, sino que murió por agonía de la mente, la cual le produjo el rompimiento del corazón. Su evidencia viene de lo que sucedió cuando el soldado romano atravesó el costado izquierdo de Cristo. La lanza liberó un chorro repentino de sangre y agua (Juan 19:34). Esto no solo prueba que Jesús ya estaba muerto cuando fue traspasado, sino que Thompson cree que ello también es una evidencia del rompimiento cardíaco.
 
El renombrado fisiólogo Samuel Houghton cree que tan solo la combinación de crucifixión y ruptura del corazón podría producir este resultado. Cualquiera que fuere la causa final de la muerte, no hay duda de que fue dolorosa más allá de lo descriptible con la palabra.
 
Cerca del fin, cuentan las Escrituras, un criminal crucificado junto a Él se burló: "Si tú eres el Cristo, sálvate a ti mismo y a nosotros" (Lucas 23:39). Quizás, no sabía que el hombre al cual él hablaba estaba colgado allí voluntariamente.
 
Jesús permaneció en su agonía y vergüenza, según la fe, no porque era omnipotente, sino por su increíble amor por la humanidad. Sufrió para crear el camino necesario para la salvación de todos, de quienes creen en Él o no.