Hablar de la resurrección es un tema delicado,
candente, de hoy y de siempre. Es raro que no se publique algo sobre este tema
que no cree polémica por si mismo. Es, sin embargo un tema nuclear en nuestra
fe y, consiguientemente, estamos llamados a hacer un esfuerzo por descubrir lo
que es esencial y lo que es secundario en las manifestaciones que sobre este
hecho hicieron los apóstoles y las primeras comunidades cristinas. Y hacerlo
ofreciendo unas explicaciones que sean mínimamente razonables. Una cosa es la
fe y otra decir tonterías y sandeces.
La
resurrección de Jesús fue el mensaje central de las primeras comunidades
cristianas, un hecho de carácter transformador y de compromiso en las primeras
comunidades cristianas. La gran noticia que en unos años extendieron por todo
el mundo entonces conocido.
Es el hecho más desconcertante que se haya
planteado jamás al espíritu humano. Supuso una novedad absoluta en relación con
las creencias anteriores del pueblo judío y de todos los pueblos. Nunca hasta
entonces se había dicho de alguien que había muerto, seguía vivo, sin ninguna
alusión al final de la historia. Y que, para más inrri, seguía vivo,
glorificado con la plenitud de Dios, presente y actuando en las comunidades
cristianas y en la historia humana.
Creemos que la resurrección fue un hecho real, es
decir, que sucedió realmente, pero no es histórico, porque ni hubo ni pudo
haber testigos oculares del hecho. Es por lo que lo llamamos metahistórico, es
decir, más allá del tiempo, del espacio y de la historia. Resucitó un ser no
visible, no audible, no tangible. Si fuera así sería un objeto físico, situado
dentro de un espacio y un periodo de tiempo y por tanto no podría ser un cuerpo
resucitado, glorioso. El resucitado es el mismo Jesús histórico, no su cuerpo,
sino su persona, y vivo con una vida gloriosa, una realidad trascendente que no
se puede someter a la comprobación empírica de los hechos humanos, que escapa a
nuestro entender, que le permite estar en miles de sitios al mismo tiempo y por
toda la historia.
Jesús resucitado goza de una nueva identidad, vive
con la plenitud de Dios, como principio de vida a través de su Espíritu y
fuente de vida eterna para todos cuantos creen en él
“Espero
la Resurrección de los muertos”
El Credo cristiano -Profesión de
nuestra Fe en Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo, y en su acción creadora,
salvadora y santificadora - culmina en la proclamación de la resurrección de
los muertos al fin de los tiempos, y en la vida eterna.
Creemos firmemente, y así lo
esperamos, que del mismo modo que Cristo ha Resucitado verdaderamente de entre
los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su
muerte vivirán para siempre con Cristo Resucitado y que Él los resucitará en el
último día (Cfr. Jn 6, 39-40). Como la suya, nuestra resurrección será obra de
la Santísima Trinidad.
"Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús
de entre los muertos habita en vosotros. Aquel que resucitó a Jesús de entre
los muertos dará también la vida a vuestros cuerpos mortales por su Espíritu
que habita en vosotros" (Rm 8, 11)
El término "carne" designa
al hombre en su condición de debilidad y de mortalidad. La "resurrección
de la carne" significa que, después de la muerte, no habrá solamente
vida del alma inmortal, sino que también nuestros "cuerpos
mortales" volverán a tener vida.
Creer en la resurrección de los
muertos ha sido desde sus comienzos un elemento esencial de la fe cristiana. "La
resurrección de los muertos es esperanza de los cristianos; somos cristianos
por creer en ella".
"¿Cómo andan diciendo algunos entre vosotros
que no hay resurrección de muertos?. Si no hay resurrección de muertos tampoco
Cristo Resucitó. Y si no Resucitó Cristo vana es nuestra predicación, vana
también vuestra fe.... ¡Pero no! Cristo Resucitó de entre los muertos como
primicias de los que durmieron". ( 1 Co 15, 12-14. 20).
¿Qué es resucitar?. En la muerte,
separación del alma y el cuerpo, el cuerpo del hombre cae en la corrupción,
mientras que su alma va al encuentro con Dios, en espera de reunirse con su
cuerpo glorificado. Dios en su omnipotencia dará definitivamente a nuestros
cuerpos la vida incorruptible uniéndolos a nuestras almas, por la virtud de la
Resurrección de Jesús.
¿Quién resucitará?.
Todos los hombres que han muerto: "Los que hayan hecho el bien resucitarán
para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación" (Jn 5,29)
¿Cómo?
Cristo Resucitó con su propio cuerpo: "Mirad mis manos y mis pies; soy yo
mismo" (Lc 24,39).; pero El
no volvió a una vida terrenal. Del mismo modo, en Él "todos resucitarán
con su propio cuerpo, que tienen ahora", pero este cuerpo será
"transfigurado en cuerpo de gloria" (Flp. 3,21), en "Cuerpo
espiritual" ( 1 Co 15,44)
Este "cómo" sobrepasa
nuestra imaginación y nuestro entendimiento; no es accesible más que en la fe.
Pero nuestra participación en la Eucaristía nos da ya un principio de la
transfiguración de nuestro cuerpo por Cristo:
"Así como el pan que viene de la tierra,
después de haber recibido la invocación de Dios, ya no es pan ordinario, sino
Eucaristía, constituida por dos cosas, una terrena y una celestial, así
nuestros cuerpos que participan en la Eucaristía ya no son corruptibles, ya que
tienen la esperanza de la Resurrección" (San Irineo de Lyón)
¿Cuándo?
Sin duda en el "último
día" (Jn 6, 39-40. 44. 54). En efecto, la resurrección de los muertos
está íntimamente asociada a la Parusía de Cristo:
"El Señor mismo, a la orden dada por la voz de
un arcángel y por la trompeta de Dios, bajará del cielo, y los que murieron en
Cristo resucitarán en primer lugar" ( 1 Ts. 4,16).
EL SENTIDO DE LA MUERTE CRISTIANA
Gracias a Cristo, la muerte cristiana
tiene un sentido positivo.
"Para
mí la vida es Cristo y morir una ganancia" (Flp 1,21). "Es cierta
esta afirmación: si hemos muerto con Él, también viviremos con Él" ( 2 Tm
2,11).
En la muerte, Dios llama al hombre
hacia sí. Por eso, el cristiano puede experimentar hacia la muerte un deseo
semejante al de San Pablo: "Deseo partir y estar con Cristo"
(Flp 1,23); y puede transformar su propia muerte en un acto de obediencia y de
amor hacia el Padre, a ejemplo de Cristo (Cfr. Lc 23, 46).
"Mi deseo terreno ha desaparecido.; hay en
mí un agua viva que murmura y que dice desde dentro de mí "ven al
Padre" (San Ignacio de
Antioquía).
"Yo quiero ver a Dios y para verlo es
necesario morir" (Santa
Teresa de Jesús).
"Yo no muero, entro en la vida" (Santa Teresita del Niño Jesús).
La muerte es el fin de la
peregrinación terrena del hombre, del tiempo de gracia y de misericordia que
Dios le ofrece para realizar su vida terrena según el designio divino y para
decidir su último destino.
La Iglesia nos anima a prepararnos para la hora de nuestra muerte "De la muerte repentina e imprevista líbranos Señor", (Letanías de los santos) A pedir a la Madre de Dios que interceda por nosotros "en la hora de nuestra muerte" (Ave María), y a confiarnos a San José, patrono de la buena muerte.
"Habrías de ordenarte en toda cosa como si
luego hubieses de morir. Si tuvieses buena conciencia no temería mucho la
muerte. Mejor sería huir de los pecados que de la muerte. Si hoy estás
aparejado, ¿cómo lo estarás mañana?" (Imitación de Cristo 1, 23).
El cristiano que une su propia muerte
a la de Jesús ve la muerte como una ida hacia Él y la entrada en la vida
eterna. Cuando la Iglesia dice por última vez las palabras de perdón de la
absolución de Cristo sobre el cristiano moribundo, lo sella por última vez con
una unción fortificante y de da a Cristo en el viático como alimento para el
viaje.
El juicio particular
La muerte pone fin a la vida del
hombre como tiempo abierto a la aceptación o rechazo de la gracia divina
manifestada en Cristo. El Nuevo Testamento hable del juicio principalmente en
la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida; pero
también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata
después de la muerte de cada uno como consecuencia de sus obras y de su fe.
La parábola del pobre Lázaro (Cfr. Lc 16,22) y la palabra de Cristo en la Cruz al buen ladrón (Cfr. Lc 23,43), así como otros textos del Nuevo Testamento hablan de un último destino del alma que puede ser diferente para unos y para otros.
El cielo
Los que mueren en la gracia y la
amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con
Cristo. Son para siempre semejantes a Dios, porque lo ven "tal cual
es", cara a cara (Cfr. 1 Co 13, 12; Ap 22,4).
Vivir en el cielo es "estar
con Cristo" (Cfr. Jn 14,3). Por su Muerte y Resurrección Jesucristo
nos ha abierto el cielo. La vida de los bienaventurados consiste en la plena
posesión de los frutos de la Redención realizada por Cristo quien asocia a su
glorificación celestial a aquellos que han creído en Él y que han permanecido
fieles a su voluntad.
El infierno
Salvo que elijamos libremente amarle
no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos
gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos:
"Quien no ama permanece en la muerte. Todo
el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene
vida eterna permanente en él" ( 1 Jn. 3,15).
Nuestro Señor nos advierte que estaremos
separados de Él si omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de
los pequeños que son sus hermanos (Cfr. Mt 25, 31-46).
Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra "infierno".
La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.
Dios no predestina a nadie a ir al
infierno; para que eso suceda es necesaria una aversión voluntaria a Dios (un
pecado mortal), y persistir en él hasta el final. En la liturgia eucarística y
en las plegarias diarias de los fieles, la Iglesia implora la misericordia de
Dios, que "quiere que
nadie perezca, sino que todos lleguen a la conversión" ( 2 P 3,9).
EL JUICIO FINAL
La resurrección de todos los muertos,
"de los justos y de los pecadores" (Hch 24,15), precederá al
Juicio final. Esta será la hora en que todos los que estén en los sepulcros
oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que
hayan hecho el mal para la condenación.
Entonces, "Cristo vendrá en su gloria acompañado de
todos sus ángeles.... Serán congregadas delante de él todas las naciones, y él
separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las
cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda.... E irán
éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna" (Mt 25, 31. 32.
46.)
Frente a Cristo, que es la Verdad,
será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre
con Dios. El juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Solo el Padre
conoce el día y la hora en que tendrá lugar; sólo Él decidirá su advenimiento.
Entonces, Él pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva
sobre toda la historia.
La esperanza de los
cielos nuevos y de la tierra nueva
Al fin de los tiempos el Reino de
Dios llegará a su plenitud. Después del juicio final, los justos reinarán para
siempre con Cristo, glorificado en cuerpo y alma, y el mismo universo será renovado.
La Sagrada Escritura llama "cielos
nuevos y tierra nueva" a esta renovación misteriosa que transformará
la humanidad y el mundo. En este "universo nuevo" la
Jerusalén celestial, Dios tendrá su morada entre los hombres.
"Y enjugará toda lágrima de sus ojos, y no
habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha
pasado" (Ap 21,4).
Todos estos frutos buenos de nuestra
naturaleza y de nuestra diligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el
Espíritu del Señor y según su mandato, los encontramos después de nuevo,
limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados cuando Cristo entregue al
Padre el Reino Eterno y Universal.
Dios será entonces "todo en
todos" en la vida eterna.
Y así termina la historia de la salvación del hombre, esa historia que la tercera Persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo, ha escrito. Con el fin del mundo, la resurrección de los muertos y el juicio final alaba la obra del Espíritu Santo.
Su labor santificadora comenzó con la creación del alma de Adán. Para la Iglesia, el principio fue el día de Pentecostés. Para nosotros el día de nuestro Bautizo. Al acabarse el tiempo y permanecer solo la eternidad, la obra del Espíritu Santo encontrará su complacencia en la comunión de los santos, ahora un conjunto reunido en la gloria sin fin.
El Credo, como el último libro de la
Sagrada Escritura (Cfr. Ap 22,21), se termina con la palabra hebrea "Amén".
Se encuentra frecuentemente al final de las oraciones del Nuevo Testamento. Igualmente,
la Iglesia termina sus oraciones con un "Amén".
En hebreo "Amén"
pertenece a la misma raíz que la palabra "creer". Esta raíz
expresa la solidez, la fiabilidad. Así se comprende por qué el "Amén"
puede expresar tanto la fidelidad de Dios hacia nosotros como nuestra
confianza en Él.
En el profeta Isaías se encuentra la expresión "Dios de verdad" literalmente "Dios del Amén", es decir, el Dios fiel a sus promesas:
"Quien desee ser bendecido en la tierra,
deseará serlo en el Dios del Amén" (Is 65,16).
Nuestro Señor emplea con frecuencia el término Amén (Cfr. Mt 6, 2. 5. 16), a veces en forma duplicada (Cfr. Jn 5,19), para subrayar la fiabilidad de su enseñanza, su autoridad fundada en la Verdad de Dios.
Así pues, el "Amén" final
del Credo recoge y confirma su primera palabra:
"Creo". Creer es decir "Amén" a las palabras, a las
promesas, a los mandamientos de Dios, es fiarse totalmente de Él que es el Amén
de amor infinito y de perfecta fidelidad.
La vida cristiana de cada día será también el "Amén" al "Creo" de la Profesión de Fe de nuestro Bautismo.
Jesucristo mismo es el "Amén" (Ap 3, 14). Es el "Amén" definitivo del amor del Padre hacia nosotros; asume y completa nuestro "Amén" al Padre:
"Todas
las promesas hechas por Dios han tenido su "Sí" en él; y por eso
decimos por él. "Amén" a la gloria de Dios" ( 2 Co 1,20).
Por Él, con Él y en Él,
a ti Dios Padre Omnipotente
en la unidad del Espíritu santo,
todo honor y toda gloria,
por los siglos de los siglos.
a ti Dios Padre Omnipotente
en la unidad del Espíritu santo,
todo honor y toda gloria,
por los siglos de los siglos.
AMEN.