Los cristianos católicos celebramos la Ascensión del Señor el
domingo anterior a la fiesta de Pentecostés, son solemnidades muy importantes
de la Iglesia, nos hablan de nuestro destino final: ir al Padre como Jesús y de
la fundación y misión de nuestra Iglesia Católica. Se usa el color blanco,
tanto en el altar como en las vestiduras del sacerdote. Este año el calendario
lo tenía marcado para el pasado 17 de mayo, quedando la Pascua de Pentecostés
para el día 27 de este mismo mes.
Según la
narración de San Lucas, la Iglesia celebra la Ascensión del Señor a los cuarenta días de su resurrección. Esta
fiesta está dentro del tiempo pascual que consta de cincuenta días y concluye
con la Venida del Espíritu Santo sobre la Iglesia. (Cf. Lc 24, 49-53; Hch 1,
3-11; 2, 1-41) La fiesta de la Ascensión no nos habla de un alejamiento de
Cristo, sino de su glorificación en el Padre. Su cuerpo humano adquiere la
gloria y las propiedades de Dios antes de encarnarse. Con la Ascensión, Cristo
se ha acercado más a nosotros, con la misma cercanía de Dios. Es también una
fiesta de esperanza, pues con Cristo una parte, la primicia de nuestra
humanidad, está con Dios. Con él, todos nosotros hemos subido al Padre en la
esperanza y en la promesa. En la Ascensión celebramos la subida de Cristo al
Padre y nuestra futura ascensión con él. Al celebrar el misterio de la
Ascensión del Señor, recuerda que EL CIELO ES NUESTRA META y que la vida
terrena es el camino para conseguirla.
EL
ACONTECIMIENTO
Esta solemnidad ha sido trasladada al
domingo 7º de Pascua desde su día originario, el jueves de la 6º semana de
Pascua, cuando se cumplen los cuarenta días después de la resurrección,
conforme al relato de san Lucas en su Evangelio y en los Hechos de los
Apóstoles; pero sigue conservando el simbolismo de la cuarentena: como el
Pueblo de Dios anduvo cuarenta días en su Éxodo del desierto hasta llegar a la
tierra prometida, así Jesús cumple su Éxodo pascual en cuarenta días de
apariciones y enseñanzas hasta ir al Padre. La Ascensión es un momento más del
único misterio pascual de la muerte y resurrección de Jesucristo, y expresa
sobre todo la dimensión de exaltación y glorificación de la naturaleza humana
de Jesús como contrapunto a la humillación padecida en la pasión, muerte y
sepultura.
Al contemplar la ascensión de su Señor
a la gloria del Padre, los discípulos quedaron asombrados, porque no entendían
las Escrituras antes del don del Espíritu, y miraban hacia lo alto. Intervienen
dos hombres vestidos de blanco, es una teofanía, la misma de los dos hombres
que Lucas describe en el sepulcro (24,4). En ellos la Iglesia Madre
judeo-cristiana veía acertadamente la forma simbólica de la divina presencia
del Padre, que son Cristo y el Espíritu. Las palabras de los dos hombres son
fundamentales: Galileos, ¿qué hacéis ahí plantados mirando al cielo? El mismo
Jesús que os ha dejado para subir al cielo, volverá como le habéis visto
marcharse (Hechos 1,11). En un exceso de amor semejante al que le llevó al
sacrificio, el Señor volverá para tomar a los suyos y para estar con ellos para
siempre; y se mostrará como imagen perfecta de Dios, como icono transformante
por obra del Espíritu, para volvernos semejantes a él, para contemplarlo tal
como él es (1 Juan 3,1-12). Contemplando en la liturgia el icono del Señor -
sobre todo en la Eucaristía - intuimos el rostro de Dios tal como es y como lo
veremos eternamente. Y lo invocamos para que venga ahora y siempre.
En el relato de este misterio según el
Evangelio de san Mateo (28,19-20), el Señor envía a los discípulos a proclamar
y a realizar la salvación, según el triple ministerio de la Iglesia: pastoral,
litúrgico y magisterial: Id y haced discípulos de todos los pueblos (por el
anuncio profético y el gobierno pastoral, formando y desarrollando la vida de
la Iglesia), bautizándolos en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu
Santo (aplicándoles la salvación, introduciendo sacramentalmente en la
Iglesia); y enseñándoles a guardar todo lo que os he mandado (mediante el
magisterio apostólico y la vida en la caridad, el gran mandato). Se está
cumpliendo el plan de Dios, y la salvación, anunciada primero a Israel, es
proclamada a todos los pueblos. En esta obra de conversión universal, por larga
y laboriosa que pueda ser, el Resucitado estará vivo y operante en medio de los
suyos: Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo.
EL
MISTERIO
La lectura apostólica que propone la
Iglesia interpreta perfectamente el acontecimiento de la Ascensión del Señor,
adentrándonos en el misterio del ingreso del resucitado en el santuario
celeste. Ahora podemos decir con el canto del Santo que los cielos y la tierra
están llenos de la gloria de Dios (En Isaías 6,3 sólo se nombraba a la tierra).
Ahora, con la ascensión de la humanidad del Hijo de Dios, conmemorada en el
misterio litúrgico, sobre la que reposa la gloria del Padre, adorada por los
ángeles, también nosotros somos unidos por la gracia a esta alabanza eterna, en
el cielo y en la tierra. Estamos en el penúltimo momento del misterio pascual,
antes de la donación del Espíritu Santo al cumplirse los días de la
cincuentena, el Pentecostés.
LA
VIDA CRISTIANA
Las oraciones de esta solemnidad piden
que permanezcamos fieles a la doble condición de la vida cristiana, orientada
simultáneamente a las realidades temporales y a las eternas. Esta es la vida en
la Iglesia, comprometida en la acción y constante en la contemplación. Porque
Cristo, levantado en alto sobre la tierra, atrajo hacia sí a todos los hombres;
resucitando de entre los muertos envió a su Espíritu vivificador sobre sus
discípulos y por él constituyó a su Cuerpo que es la Iglesia, como sacramento
universal de salvación; estando sentado a la derecha del Padre, sin cesar actúa
en el mundo para conducir a los hombres a su Iglesia y por Ella unirlos a sí
más estrechamente y, alimentándolos con su propio Cuerpo y Sangre, hacerlos
partícipes de su vida gloriosa. Instruidos por la fe acerca del sentido de
nuestra vida temporal, al mismo tiempo, con la esperanza de los bienes futuros,
llevamos a cabo la obra que el Padre nos ha confiado en el mundo y labramos
nuestra salvación (Vaticano II, Lumen gentium 48).