Cristo de la Expiración "El Cachorro" (Sevilla)
“Era ya cerca de la hora sexta cuando se oscureció el sol y toda la tierra quedó en tinieblas hasta la hora nona. El velo del Santuario se rasgó por medio y Jesús, dando un fuerte grito, dijo: «Padre, en tus manos pongo mi espíritu.» Y, dicho esto, expiró” (Lc 23,44-46).
Lectura del Evangelio según san Mateo 27, 45-46
Desde la hora sexta hasta la hora nona vinieron
tinieblas sobre toda la tierra. A la hora nona, Jesús gritó con voz
potente:«Elí, Elí, lemá sabaktaní» (es decir: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me
has abandonado?»)
Lectura del Evangelio según san Juan 19, 28 - 30
Sabiendo Jesús que ya todo estaba cumplido, para que se cumpliera la Escritura, dijo: «Tengo sed». Había allí un jarro lleno de vinagre. Y, sujetando una esponja empapada en vinagre a una caña de hisopo, se la acercaron a la boca. Jesús, cuando tomó el vinagre, dijo: «Está cumplido». E, inclinando la cabeza, entregó el espíritu.
«Tengo sed». «Está cumplido». En estas dos
palabras, Jesús nos muestra, con una mirada hacia la humanidad y otra hacia el
Padre, el ardiente deseo que ha impregnado su persona y su misión: el amor al
hombre y la obediencia al Padre. Un amor horizontal y un amor vertical: ¡he
aquí el diseño de la cruz! Y desde el punto de encuentro de ese doble amor,
allí donde Jesús inclina la cabeza, mana el Espíritu Santo, primer fruto de su
retorno al Padre.
En este soplo vital del cumplimiento, vibra el
recuerdo de la obra de la creación ahora redimida. Pero también la llamada a
todos los que creen en él, a «completar en nuestra carne lo que falta a los
padecimientos de Cristo». ¡Hasta que todo esté cumplido!
Jesús está colgado en la cruz. Horas de angustia, horas terribles, horas de sufrimientos físicos inhumanos. «Tengo sed», dice Jesús. Y le acercan a la boca una esponja empapada en vinagre.
Un grito surge de improviso: «Dios mío, Dios mío,
¿por qué me has abandonado?». ¿Blasfemia? ¿El condenado grita el Salmo? ¿Cómo
aceptar a un Dios que clama, que se lamenta, que no sabe, no entiende? ¿El Hijo
de Dios hecho hombre que se siente morir abandonado por su Padre?
Jesús, te has hecho uno de los nuestros hasta este
punto, uno con nosotros, excepto en el pecado.
Tú, Hijo de Dios hecho hombre, tú, que eres el
Santo, te has identificado con nosotros hasta experimentar nuestra condición de
pecadores, la lejanía de Dios, el infierno de aquellos que no tienen Dios.
Tú has probado la oscuridad para darnos la luz. Has vivido la separación para darnos la unidad. Has aceptado el dolor para dejarnos el amor. Has sentido la exclusión, abandonado y suspendido entre el cielo y la tierra, para acogernos en la vida de Dios.
Un misterio nos envuelve al revivir cada paso de tu
pasión.
Jesús, tú no guardas celoso el tesoro de tu ser
igual a Dios, sino que te haces pobre de todo para enriquecernos.
«En tus manos entrego mi espíritu».
¿Cómo has hecho, Jesús, en aquel abismo de
desolación, para confiarte al amor del Padre, para abandonarte a él, para morir
en él? Sólo mirándote a ti, sólo contigo, podemos afrontar las tragedias, el
sufrimiento de los inocentes, las humillaciones, los ultrajes, la muerte.
Jesús vive su muerte como don para mí, para
nosotros, para nuestra familia, para cada persona, para cada familia, para cada
pueblo, la humanidad entera. En aquel acto renace la vida.
Cada vez que te matamos en nuestra alma se oscurece
el mundo, pero tú respondes sólo con misericordia. Contemplándote muerto en la
cruz comprendemos hasta qué punto ha llegado tu abajamiento por nuestro amor: a
muerte y muerte de cruz. Has bajado a lo más hondo para subirnos contigo. No
has desdeñado nada de lo más trágico de nuestra condición humana, te has metido
hasta el fondo para desde ahí restaurarnos.
No nos salvas desde fuera, era
necesario que te metieras hasta el fondo de nuestra muerte. Ahora,
contemplándote muerto en la cruz, intuimos hasta qué punto nos amas: nadie tiene un amor más grande que el que da la
vida por sus amigos. De tu costado abierto mana agua y sangre, el
agua del bautismo y la sangre de la eucaristía, para que unidos a ti y
alimentados por ti, vivamos la novedad y la alegría de la vida cristiana.
Sabemos ya que a la hora de nuestra muerte tú nos esperas ahí para levantarnos
contigo y llevarnos a tu reino. ¡Gracias, Señor, por tu sacrificio. Gracias, Señor,
por tu amor!
Señor, ten
piedad…
Desde lo alto de la cruz, un grito: grito de
abandono en el momento de la muerte, grito de confianza en medio del
sufrimiento, grito del alumbramiento de una vida nueva. Colgado del Árbol de la
Vida, entregas el espíritu en manos del Padre, haciendo brotar la vida en
abundancia y modelando la nueva criatura.
También nosotros afrontamos hoy los
desafíos de este mundo: sentimos que las olas de las preocupaciones nos
sumergen y hacen vacilar nuestra confianza. Concédenos, Señor, la fuerza de
saber en nuestro interior que ninguna muerte nos vencerá, hasta que reposemos
entre tus manos que nos han formado y nos acompañan.
Y que cada uno de nosotros pueda exclamar:
«Ayer, estaba crucificado con Cristo,
hoy, soy glorificado con él.
Ayer, estaba muerto con él,
hoy, estoy vivo con él.
Ayer, fui sepultado con él,
hoy, he resucitado con él». (Gregorio Nacianceno).
En las tinieblas de nuestras noches, nosotros te
contemplamos. Enséñanos a dirigirnos hacia el Altísimo, tu Padre celestial.
Hoy oramos para que todos aquellos que promueven el
aborto tomen conciencia de que el amor sólo puede ser fuente de vida. También
por los defensores de la eutanasia y por aquellos que promueven técnicas y
procedimientos que ponen en peligro la vida humana. Abre sus corazones, para
que te conozcan en la verdad, para que se comprometan en la edificación de la
civilización de la vida y del amor.
Amén.
ORACIÓN
¡Señor Jesús, muerto por nosotros!
Tú pides para dar,
mueres para entregar y,
al mismo tiempo, nos haces descubrir en el don de sí mismo
el gesto que crea el espacio de la unidad.
Perdona el vinagre de nuestro rechazo
y de nuestra incredulidad,
perdona la sordera de nuestro corazón
a tu grito sediento
que sigue subiendo desde el dolor de tantos hermanos.
Tú pides para dar,
mueres para entregar y,
al mismo tiempo, nos haces descubrir en el don de sí mismo
el gesto que crea el espacio de la unidad.
Perdona el vinagre de nuestro rechazo
y de nuestra incredulidad,
perdona la sordera de nuestro corazón
a tu grito sediento
que sigue subiendo desde el dolor de tantos hermanos.
Ven, Espíritu Santo,
heredad del Hijo que muere por nosotros:
sé tú el faro que nos guíe
«hasta la verdad plena»
y «la raíz que nos conserve en la unidad».
heredad del Hijo que muere por nosotros:
sé tú el faro que nos guíe
«hasta la verdad plena»
y «la raíz que nos conserve en la unidad».
Amén.