domingo, 31 de marzo de 2013

DUODÉCIMA ESTACIÓN: JESÚS EN CRUZ, SU MADRE Y EL DISCÍPULO


 






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Paso de Cristo de las Siete Palabras (Sevilla) 


Del Evangelio según san Juan 19, 25-27

Junto a la cruz de Jesús estaban su madre y la hermana de su madre, María de Cleofás, y María Magdalena. Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien amaba, dice a su madre: «Mujer, ahí tienes a tu hijo». Luego dice al discípulo: «Ahí tienes a tu madre». Y desde aquella hora el discípulo la acogió en su casa.


MEDITACIÓN


En el sufrimiento anhelamos la solidaridad. María, la madre, nos  recuerda el amor, el apoyo y la solidaridad dentro de la familia, Juan la lealtad dentro de la comunidad. Unión familiar, lazos comunitarios, vínculos de amistad son esenciales para el florecimiento de los seres humanos. En una sociedad anónima pierden vigor. Cuando faltan, nuestra misma humanidad se debilita. Además en María no notamos el mínimo signo de resentimiento; ni una palabra de amargura. La Virgen se convierte en un arquetipo del perdón en la fe y en la esperanza. Nos indica el camino hacia el futuro. También aquellos que quisieran responder a la injusticia violenta con una "justicia violenta" saben que esta no es la respuesta resolutiva. El perdón suscita la esperanza.

Existen también ofensas históricas que a lo largo de siglos hieren las memorias de la sociedad. Si no transformamos nuestra ira colectiva en nuevas energías de amor a través del perdón, pereceremos conjuntamente. Cuando la curación llega mediante el perdón, encendemos una luz que anuncia futuras posibilidades para «la vida y el bienestar» de la humanidad (cf. Ml 2, 5).


 Stmo. Cristo de las Siete Palabras by Franmuve


María  ha vivido todo el sufrimiento que  puede  probar  una mujer en la más terrible de las angustias; impotente ha  asistido a las torturas de su hijo; ha visto como todo el pueblo se burlaba  de El, como los soldados se repartían sus ropas, ha  conocido el desprecio, la humillación, ha sentido desgarrarse su  corazón, romperse,  traspasado por la espada, y escucha esa voz de  Jesús: "Madre he aquí a tu hijo", y su corazón se inunda de ternura gracias al consuelo inefable que le revela otra maternidad. Ya no me tienes  a tu lado pero conocerás un amor más grande; a partir  de este instante tu corazón no se llena sólo de un afecto, sino  que sentirá  un  amor universal. Te dejo a los míos,  mis  discípulos predilectos, serás la Madre que compadece, que anima, que reza; y con ellos recibirás el Espíritu Santo.

Jesús Tú has dejado a María, Tu Madre, y  a  tu  discípulo predilecto  el don de un amor más grande; manantial de vida  para tu Iglesia.


Había comenzado a desprenderse de aquel Hijo desde el día en que, a los doce años, él le había dicho que tenía otra casa y otra misión que realizar, en nombre de su Padre celestial. Sin embargo, ahora para María ha llegado el momento de la separación suprema. En esa hora está el desgarramiento de toda madre que ve alterada la lógica misma de la naturaleza, por la que son las madres quienes mueren antes que sus hijos. Pero el evangelista san Juan borra toda lágrima de aquel rostro dolorido, apaga todo grito en aquellos labios, no presenta a María postrada en tierra en medio de la desesperación. Más aún, reina el silencio, sólo roto por una voz que baja de la cruz y del rostro torturado del Hijo agonizante. Es mucho más que un testamento familiar: es una revelación que marca un cambio radical en la vida de la Madre. Aquel desprendimiento extremo en la muerte no es estéril, sino que tiene una fecundidad inesperada, semejante a la del parto de una madre. Exactamente como había anunciado Jesús mismo pocas horas antes, en la última tarde de su existencia terrena: «La mujer, cuando va a dar a luz, está triste, porque le ha llegado su hora; pero cuando ha dado a luz al niño, ya no se acuerda del aprieto por el gozo de que ha nacido un hombre en el mundo»


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 Nuestra Señora de los Remedios (Siete Palabras - Sevilla)

María vuelve a ser madre: no es casualidad que en las pocas líneas de este relato evangélico aparezca cinco veces la palabra «madre». Por consiguiente, María vuelve a ser madre y sus hijos serán todos los que son como «el discípulo amado», es decir, todos los que se acogen bajo el manto de la gracia divina salvadora y que siguen a Cristo con fe y amor.

Desde aquel instante María ya no estará sola; se convertirá en la madre de la Iglesia, un pueblo inmenso de toda lengua, pueblo y estirpe, que a lo largo de los siglos se unirá a ella en torno a la cruz de Cristo, su primogénito. Desde aquel momento también nosotros caminamos con ella por las sendas de la fe, nos encontramos con ella en la casa donde sopla el Espíritu de Pentecostés, nos sentamos a la mesa donde se parte el pan de la Eucaristía y esperamos el día en que su Hijo vuelva para llevarnos como a ella a la eternidad de su gloria.

Jesús se olvida de sí mismo incluso en aquel momento crucial y piensa en su madre, piensa en nosotros. Ante todo, ¿confía su Madre al discípulo, como parece sugerir san Juan, o más bien confía el discípulo a su Madre?

En cualquier caso, para el discípulo María será siempre la madre que el Maestro agonizante le ha confiado; y para María el discípulo será siempre el hijo que su Hijo agonizante le ha confiado y al que estará espiritualmente cercana sobre todo en la hora de la muerte. Junto a los mártires agonizantes estará siempre la madre, que está en pie, junto a su cruz, para sostenerlos.


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San Juan (Paso de misterio Siete Palabras)


REFLEXIÓN


El mejor legado que pudo hacernos Jesús , el Dios hecho hombre, desde la cruz fue dejarnos a su propia madre y así como María engendró a Jesús; en el instante mismo en que Jesús nos la entrega; María nos engendró a nosotros como a sus hijos. Nació la comunidad de la Iglesia ¡Qué maravilloso intercambio! Frente a su propio Hijo que se desangra, María abre su vientre para recibir a toda la humanidad y acepta el desafío de formar en nosotros a su Hijo Jesús.

 
María al pie de la cruz, llena de gracia y valentía. Enséñanos a mirar la cruz y a aceptar el valor del sufrimiento. También hoy vivimos la sinrazón de la violencia que se hace carne en el más débil. No permitas que caigamos en la desesperación. Haz que mirando a tu Hijo en la cruz podamos creer en un nuevo amanecer. Enséñanos a estar de pie junto al que sufre, para ser portadores de esperanza. Danos la valentía necesaria para asumir en su radicalidad el Evangelio. Enséñanos a caminar con Jesús y acabar como Jesús.

 
Virgen del dolor y del consuelo, tu serenidad nos ayuda a comprender la hondura de tu entrega. Tu sufrimiento se abre a la humanidad entera y nos devuelves el consuelo. "Mujer allí tienes a tu Hijo"... nos acoges, nos recibes en tus brazos y tu maternidad se prolonga en cada uno de los hombres. El dolor te hace sufrir pero no te paraliza. Avanzas, no te detienes; ante la mirada de tu hijo que no deja de mirarte. Junto a ti el discípulo amado es testigo de este real intercambio.
 




Nuestra Señora de la Esperanza danos la gracia de penetrar el misterio. Danos tu fuerza para acoger en nuestra vida el sentido que tiene el sufrimiento. Entréganos esa mirada tierna que derramas sobre el mundo. Dilata nuestro corazón para que podamos involucrarnos en los padecimientos del otro, y que nuestra presencia les devuelva el deseo de superar la desesperación. Virgen de la Pascua, sostén en la noche de nuestra fe nuestras vidas que se paralizan y se detienen cuando en nuestra vida todo parece perder el sentido.


Miramos a Jesús en la cruz, y con corazón agradecido reconocemos que toda la humanidad está presente en aquella hora de Salvación. Aquí nos encontramos con todos los hombres y mujeres que han acogido en sus vidas el perdón y la reconciliación. Desde la cruz de Jesús podemos hacer posible la comunión, el diálogo, la verdad. Podemos perdonar y perdonarnos; porque nos diste a tu madre como prenda que siempre estará atenta a lo que nos haga falta. "hijo allí tienes a tu Madre".


Acogemos a María en nuestras vidas, le abrimos nuestro corazón; la hospedamos en nuestra casa. Hacemos un espacio y nos damos cuenta que su presencia convoca, reúne... allí toma forma la comunidad de la Iglesia, como sacramento de salvación y a pesar del dolor que nos causa la cruz, nos abrimos con esperanza a la Pascua que se preanuncia en esta entrega generosa que Jesús nos hace de su Madre, y que María acoge con valentía. Nos hacemos comunidad de creyentes y nos sentimos profundamente hermanos y hermanas.

Quiero terminar esta reflexión con una imagen que nos permita entender mejor la Iglesia. Es la imagen de María reunida con todos los Apóstoles en la espera del Espíritu Santo. Allí se cristaliza la entrega que Jesús nos hace de su Madre y la respuesta del discípulo amado. En torno a María, los Apóstoles recibirán la fuerza de lo alto para salir sin miedo a anunciar el Evangelio. Son los testigos fieles de que la muerte no tiene para nosotros la última palabra. Anunciarán el triunfo de la vida sobre cualquier tipo de muerte porque ellos lo han visto y oído. En la cruz de Jesús la Iglesia se hace misionera. No anuncia otra cosa sino que Cristo ha muerto y ha resucitado. En torno a esta Buena Noticia crecerá y se extenderá por el mundo. Que María nos enseñe a ser sencillos, disponibles... que podamos intuir las necesidades de los demás, para salir al encuentro del necesitado.

Nosotros como el discípulo amado recibimos a María en nuestra casa, ella nos hará dóciles al Espíritu . Abramos nuestros corazones a la acción del Espíritu Santo, que Él nos enseñe a discernir su paso entre nosotros, así descubriremos a un Dios cercano que sigue caminando con su pueblo.

Como Familia te ofrecemos esta oración que todos los Marianistas; Sacerdotes, religiosas, religiosos y laicos rezamos unidos como Familia; a las tres de la tarde:
 Santisimo Cristo de las Siete Palabras by Franmuve


Señor Jesús,

Aquí nos tienes reunidos al pie de la Cruz, con tu Madre y el discípulo que Tú amabas.

Te pedimos perdón por nuestros pecados que son la causa de tu muerte.
Te damos gracias por haber pensado en nosotros en aquella hora de salvación y habernos dado a María por Madre.

Virgen Santa, acógenos bajo tu protección y haznos dóciles a la acción del Espíritu Santo.

San Juan, alcánzanos la gracia de acoger a María en nuestra vida y de asistirla en su misión.


Amén

 


ORACIÓN


Jesús y María, habéis compartido totalmente el sufrimiento: Tú, Jesús, en la cruz; y tú, Madre, a los pies de la misma. La lanza ha traspasado el costado del Salvador y la espada ha traspasado el corazón de la Virgen Madre.

En realidad, hemos sido nosotros con nuestros pecados los que hemos causado tanto dolor.

Aceptad nuestro arrepentimiento, nuestra debilidad, que siempre corre el riesgo de traicionar, renegar y desertar.

Aceptad el homenaje de fidelidad de todos los que han seguido el ejemplo de san Juan, que permaneció valientemente junto a la cruz.

Jesús y María, os doy el corazón y el alma mía. Jesús y María, asistidme en mi última agonía. Jesús y María, que entregue en paz junto a vosotros el alma mía.

Amén

 


ORACIÓN

Señor Jesús, tu madre permaneció silenciosamente a tu lado en tu agonía final. Ella, que permanecía escondida cuando te aclamaban como a un gran profeta, está junto a ti en tu humillación. Haz que yo tenga el valor de permanecer fiel también donde no te reconocen. Haz que no me sienta nunca avergonzado por pertenecer al «pequeño rebaño» (Lc 12, 32).

Señor, ayúdame a recordar que también aquellos que considero mis "enemigos" pertenecen a la familia humana. Si me tratan injustamente, haz que mi oración sea «Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen» (Lc 23, 34). Puede suceder que en este contexto alguien reconozca improvisamente el verdadero rostro de Cristo y grite como el centurión: «Verdaderamente, este hombre era Hijo de Dios» (Mc 15, 39).

Amén

viernes, 29 de marzo de 2013

UNDECIMA ESTACIÓN: JESÚS PROMETE SU REINO AL BUEN LADRÓN





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Cristo de la Conversión del Buen Ladron (paso de Misterio Hermandad de Montserrat -  Sevilla)


A la derecha e izquierda de Jesús han crucificado a dos malhechores. Y mientras uno lo insulta, el otro reconoce sus errores y se da cuenta de la grandeza del que va a morir junto a él.



Del Evangelio según san Lucas 23, 39-43


Uno de los malhechores colgados le insultaba: «¿No eres tú el Cristo? Pues ¡sálvate a ti y a nosotros!». Pero el otro le respondió diciendo: «¿Es que no temes a Dios, tú que sufres la misma condena? Y nosotros con razón, porque nos lo hemos merecido con nuestros hechos; en cambio, este nada malo ha hecho». Y decía: «Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino». Jesús le dijo: «Yo te aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso».


MEDITACIÓN


No es la elocuencia la que convence y convierte. En el caso de Pedro, es una mirada de amor; en el caso del buen ladrón, es la serenidad sin resentimiento en el sufrimiento. La conversión se produce como un milagro. Dios abre tus ojos. Tú reconoces su presencia y su acción. Te rindes.


Optar por Cristo siempre es un misterio. ¿Por qué se hace una opción definitiva por Cristo, a pesar de la perspectiva de las dificultades o de la muerte? ¿Por qué florecen los cristianos en los lugares de persecución? No lo sabremos nunca. Pero sucede continuamente. Si una persona que ha abandonado la fe encuentra el auténtico rostro de Cristo, quedará conmocionada por lo que ve realmente y podría rendirse, como Tomás: «¡Señor mío y Dios mío!» (Jn 20, 28). Es un privilegio desvelar el rostro de Cristo a las personas. Es una alegría aún más grande descubrirlo o redescubrirlo. «Sí, Señor, tu rostro busco. No me ocultes tu rostro» (Sal 27, 8).




Era un malhechor. Representa a todos los malhechores, es decir, a todos nosotros. Tuvo la suerte de estar junto a Jesús en el sufrimiento. Nosotros tenemos esta misma suerte. Digamos también:  «Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino». Tendremos la misma respuesta.


¿Y los que no tienen la suerte de estar junto a Jesús? Jesús está cerca de ellos, de todos y cada uno.


«Jesús, acuérdate de nosotros»: digámoselo por nosotros, por nuestros amigos, por nuestros enemigos y por los perseguidores de nuestros amigos. La salvación de todos es la verdadera victoria del Señor.


Transcurren los minutos de la agonía y la energía vital de Jesús crucificado se está atenuando lentamente. Sin embargo, aún tiene la fuerza para realizar un último acto de amor en favor de uno de los dos condenados a la pena capital que se encuentran a su lado en esos instantes trágicos, mientras el sol está aún en lo alto del cielo. Entre Cristo y aquel hombre tiene lugar un diálogo tenue, compuesto por dos frases esenciales. 


 

 San Dimas (Misterio de Montserrat - Sevilla)


Por un lado, está la petición del malhechor, al que la tradición llama «el buen ladrón», el convertido en la hora extrema de su vida: «Jesús, acuérdate de mí cuando entres en tu Reino». En cierto sentido, es como si aquel hombre rezara una versión personal del «Padre nuestro» y de la invocación: «Venga tu Reino».

Sin embargo, hace la petición directamente a Jesús, llamándolo por su nombre, un nombre con un significado luminoso en ese instante: «El Señor salva». Luego viene el imperativo: «Acuérdate de mí». En el lenguaje de la Biblia este verbo tiene una fuerza particular, que no corresponde a nuestro pálido «recuerdo». Es una palabra de certeza y de confianza, como para decir: «Tómame a tu cargo, no me abandones, sé como el amigo que sostiene y apoya».


Por otro lado, está la respuesta de Jesús, brevísima, casi como un suspiro: «Hoy estarás conmigo en el Paraíso». La palabra «Paraíso», tan rara en las Escrituras, que sólo aparece otras dos veces en el Nuevo Testamento, en su significado originario evoca un jardín fértil y florido. Es una imagen fragante de aquel Reino de luz y de paz que Jesús había anunciado en su predicación, que había inaugurado con sus milagros y que dentro de poco tendrá una epifanía gloriosa en la Pascua.  Es la meta de nuestro fatigoso camino en la historia, es la plenitud de la vida, es la intimidad del abrazo con Dios. Es el último don que Cristo nos hace, precisamente a través del sacrificio de su muerte, que se abre a la gloria de la resurrección.

Nada más se dijeron en aquel día de angustia y de dolor los dos crucificados, pero esas pocas palabras pronunciadas con dificultad por sus gargantas secas resuenan aún hoy y constituyen siempre un signo de confianza y de salvación para quienes han pecado pero también han creído y esperado, aunque sea en la última frontera de la vida.

Cristo y el Buen Ladron de Tiziano


REFLEXIÓN


EL BUEN ladrón reconoció al Señor, precisamente en la cruz. Algunos no lo reconocieron cuando hacía milagros, y él lo reconoció cuando estaba en la cruz . Tenía clavados todos sus miembros: las manos estaban sujetas con clavos, los pies habían sido taladrados, todo el cuerpo estaba adherido al madero; no queda miembro libre: sólo la lengua y el corazón - En su corazón creyó, con la lengua confesó su fe. Le dijo: «Acuérdate de mi cuando llegues a tu reino». Esperaba su salvación para el futuro y estaba contento de recibirla tras un largo plazo de tiempo. La esperaba para largo, pero el día no se hizo esperar. Él dijo: «Acuérdate de mí cuando llegues a tu reino», a lo que el Señor respondió: «Te lo aseguro: hoy estarás conmigo en el paraíso». El paraíso tiene árboles de felicidad: hoy estarás conmigo en el madero de la cruz; hoy también estarás conmigo en el árbol de la salvación.


“Hoy estarás conmigo en el paraíso”


Allí está Jesús, cosido al madero, contado entre los malhechores. Estas dos vidas, que también se están apagando junto a El, son el ejemplo de tantas existencias apartadas de Dios; apartadas incluso de los hombres, porque están ancladas en el egoísmo, en la desesperanza, en la falta de ideales nobles.

A pesar de las propias limitaciones y errores, no podemos tener una visión pesimista y oscura de la propia vida. La misericordia y la gracia de Dios son más grandes que nuestros fallos. La promesa de Cristo al buen ladrón es una invitación a luchar por amor hasta el último instante. No podemos tener miedo a acogernos al perdón de Dios. No nos ha de preocupar perder alguna escaramuza, lo importante es luchar por ganar la última batalla.



ORACIÓN


Señor, nos vemos pecadores, y nos avergüenza no haber estado, no estar, a la altura de las circunstancias.

Que no permanezcamos indiferentes o desesperados ante nuestros errores. Enséñanos a reaccionar, a luchar para salir del pecado, y ayudar también a los demás a salir de él. Que sepamos, Señor, estar muy pegados a Ti; y que te "robemos" el cielo, como hizo el ladrón arrepentido.

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ORACIÓN

Señor, hoy te grito en lágrimas: «Jesús, acuérdate de mí cuando estés en tu reino» (Lc 23, 42). Yo anhelo con confianza este reino. Es la morada eterna que has preparado para todos aquellos que te buscan con corazón sincero. «Lo que ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, Dios preparó para los que le aman» (1 Co 2, 9). ¡Ayúdame, Señor, mientras avanzo con fatiga por el camino hacia mi eterno destino. Disipa la oscuridad a lo largo de mi camino y mantén mis ojos levantados hacia lo alto!

«Guíame, oh Luz amable, entre las tinieblas que me rodean. Guíame tú. La noche es oscura y estoy lejos de casa. Guíame tú. Apoya mi camino; no te pido ver el horizonte lejano; me basta un paso tras otro» (John Henry Newman, Libro de oraciones).

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ORACIÓN

Jesús, acuérdate de mí cuando, consciente de mi infidelidad, tenga la tentación de desesperarme.

Jesús, acuérdate de mí cuando, después de repetidos esfuerzos, me sienta todavía en el fondo del valle.

Jesús, acuérdate de mí cuando todos se hayan cansado de mí y nadie confíe en mí, y me encuentre solo y abandonado.

miércoles, 27 de marzo de 2013

DECIMA ESTACIÓN: JESÚS ES CRUCIFICADO





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Señor de las Penas (Hermandad de la Estrella - Sevilla)



Del Evangelio según san Lucas 23, 33-37 y según san Mateo 27, 46

Llegados al lugar llamado Calvario, le crucificaron allí a él y a los malhechores, uno a la derecha y otro a la izquierda. Jesús decía:  «Padre, perdónales, porque no saben lo que hacen». Se repartieron sus vestidos, echando a suertes. Estaba el pueblo mirando; los magistrados hacían muecas diciendo: «A otros salvó; que se salve a sí mismo si él es el Cristo de Dios, el Elegido». También los soldados se burlaban de él y, acercándose, le ofrecían vinagre y le decían: «Si tú eres el rey de los judíos, ¡sálvate!».
 
Y alrededor de la hora nona clamó Jesús con fuerte voz:  «¡Elí, Elí! ¿lemá sabactaní?», esto es, «¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado?».

«Han taladrado mis manos y mis pies, puedo contar todos mis huesos» (Sal 21,17-18). Se cumplen las palabras del profeta. Comienza la ejecución. Los golpes de los soldados aplastan contra el madero de la cruz las manos y los pies del condenado. En las muñecas los clavos penetran con fuerza. Esos clavos sostendrán al condenado entre los indescriptibles tormentos de la agonía. En su cuerpo y en su espíritu de gran sensibilidad, Cristo sufre lo indecible.

Junto a él son crucificados dos verdaderos malhechores, uno a su derecha y el otro a su izquierda. Se cumple así la profecía: «Con los rebeldes fue contado» (Is 53,12). Cuando los soldados levanten la cruz, comenzará una agonía que durará tres horas. Es necesario que se cumpla también esta palabra: «Yo, cuando sea levantado de la tierra, atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32).



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¿Qué es lo que «atrae» de este condenado agonizante en la cruz? Ciertamente, la vista de un sufrimiento tan intenso despierta compasión. Pero la compasión es demasiado poco para mover a unir la propia vida a Aquél que está suspendido en la cruz. ¿Cómo explicar que, generación tras generación, esta terrible visión haya atraído a una multitud incontable de personas, que han hecho de la cruz el distintivo de su fe?, ¿de hombres y mujeres que durante siglos han vivido y dado la vida mirando este signo?

Cristo atrae desde la cruz con la fuerza del amor divino, que ha llegado hasta del don total de sí mismo; del amor infinito, que en la cruz ha levantado de la tierra el peso del cuerpo de Cristo, para contrarrestar el peso de la culpa antigua; del amor ilimitado, que ha colmado toda ausencia de amor y ha permitido que el hombre nuevamente encuentre refugio entre los brazos del Padre misericordioso. ¡Que Cristo elevado en la cruz nos atraiga también a nosotros, hombres y mujeres del nuevo milenio!

Bajo la sombra de la cruz, «vivimos en el amor como Cristo nos amó y se entregó por nosotros como oblación y víctima de suave aroma» (Ef 5,2).
Pausa de silencio


 


Oremos:


Cristo elevado, Amor crucificado, llena nuestros corazones de tu amor, para que reconozcamos en tu cruz el signo de nuestra redención y, atraídos por tus heridas, vivamos y muramos contigo, que vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo, ahora y por los siglos de los siglos. 

Amén.
MEDITACIÓN


Los sufrimientos de Jesús llegan a su culmen. Ante Pilato no tuvo miedo. Había soportado los malos tratos de los soldados romanos. Había mantenido el control de sí mismo durante la flagelación y la coronación de espinas. Incluso en la cruz parecía que no le  afectaba la tempestad de insultos. No se lamentaba ni sentía deseos de venganza. Pero, al final, llega el momento en el que desfallece. No le quedan fuerzas para resistir. Se siente abandonado incluso por el Padre. 

La experiencia nos dice que incluso el hombre más fuerte puede descender a los abismos de la desesperación. Las frustraciones se acumulan; la ira y el resentimiento hacen sentir su peso. Enfermedades, malas noticias, desgracias, malos tratos..., todo puede llegar al mismo tiempo. Puede habernos sucedido también a nosotros. En estos momentos tenemos necesidad de recordar que Jesús nunca nos abandona. Él se dirigió al Padre con un grito.

 Que también nuestro grito se dirija al Padre, quien constantemente sale a nuestro encuentro para ayudarnos en toda nuestra angustia cada vez que lo invocamos (cf. Sal 107, 6, 13, 19, 20). 

Te adoramos, oh Cristo, y te bendecimos.
Porque por tu santa cruz, redimiste al mundo.


              “…En su pasión no profería amenazas; al contrario, se ponía en manos del que juzga justamente. Cargado con nuestros pecados, subió al leño, para que, muertos al pecado, vivamos para la justicia. Sus heridas nos han curado” (1 Pe 2,23-24). Te taladran las manos y los pies, sujetándote con clavos a la cruz. La agonía es dura, para respirar tienes que colgarte aún más sobre tus heridas. Así largo rato. ¿Quién pudo inventar algo tan cruel para el ser humano? ¡Nunca terminaremos de entender el misterio y el poder de la cruz! ¡Y sin embargo es el misterio de nuestra redención! Gracias, Señor, por asumir por nosotros tanto dolor y tanto escarnio. Desde ese momento sabemos que tu amor y tu perdón son infinitos. Siempre podremos mirar tu cruz para hallar consuelo en nuestro dolor y respuestas en nuestras dudas y sufrimientos. Hace poco miraba a un enfermo llagado y casi inmóvil en su cama: te veía a ti crucificado y en agonía. Hay, Señor, quien no quiere recordarte en la cruz; hay quien quiere quitar y desechar esa imagen de entrega y de sacrificio… Lo peor de todo es que esos mismos tampoco saben mirar a los crucificados de nuestro mundo. Se sienten mejor en el humo y en las sombras de su existencia cómoda inauténtica y relativista. También les llegará su cruz… y no sabrán que te tienen cerca. Por ellos, rezamos, y más aún por los crucificados que en ti hayan tanta fortaleza y consuelo, para que a todos nos alcance tu redención…



Besapiés de Ntro. Padre Jesús de las Penas 2011



Señor, ten piedad…


Enormes clavos perforan sus pies y manos para fijarle a la cruz. Está sangrando mucho más. Cuando levantan la cruz, el peso de su vida cuelga de esos clavos. Cada vez que trata de erguirse para respirar, se le escapa un poco más de vida.

Me obligo a observar cómo los clavos perforan su carne. Y observo su rostro. Contemplo la totalidad de su entrada en nuestras vidas. ¿Acaso habrá algún dolor o agonía que él no pueda entender?

Esto es por mí. Jesús clavado en la cruz proclamando eternamente la libertad a los cautivos. ¡Cuánto dolor y gratitud llenan mi corazón!

Clavado a la cruz, tú sabes como se siente aquel que, atado a las circunstancias, año tras año no llega a ningún lugar. Por tus taladrados pies y manos, Señor, ayuda aquellos atados a la cruz de una larga enfermedad o en desgracia.


 Jesús es clavado en la cruz.




Vía crucis de Gerardo Diego


Por fin en la cruz te acuestas.
Te abren una y otra mano,
un pie y otro soberano,
y a todo, manso, te prestas.
Luego entre Dimas y Gestas,
desencajado por crueles
distensiones de cordeles,
te clavan crucificado
y te punzan el costado
y te refrescan de hieles.

Y que esto llegue es preciso
y así todo se consuma,
y, a la carga que te abruma,
el cuello inclinas sumiso.
-Conmigo en el paraíso
serás hoy- al buen ladrón
prometes. Tierna lección
la de tus palabras ciertas.
Toma mis manos abiertas.
Toma mis pies: tuyos son.


El autor narra en segunda persona, para sentir más cerca la presencia de Cristo, la escena crucial de la crucifixión: cordeles, clavos, hiel, son los instrumentos martiriales con que se compone la crueldad extrema que ennegrece el ámbito inhabitable del monte de la Calavera.


El poeta se detiene en un gesto altamente significativo: la inaudita docilidad que imprime a su aceptación de la obra del Padre, en la oferta voluntaria y sumisa de manos y pies, en prenda de la vida eterna que estrena el ladrón oportunamente arrepentido.-


 


ORACIÓN


Señor, cuando las nubes se hacen densas en el horizonte y todo parece perdido, cuando no encontramos amigos que estén a nuestro lado y la esperanza se nos escapa de las manos, enséñanos a confiar en ti, pues tenemos la certeza de que vendrás en nuestra ayuda (cf. Sal 25, 15). Que la experiencia del dolor y de la oscuridad interior nos enseñe la gran verdad de que contigo nada queda perdido, de que incluso nuestros pecados —una vez reconocidos en el arrepentimiento— sirven para una finalidad, como leña seca en el frío del invierno (cf. Hermano Roger de Taizé).

Señor, tú has concebido un plan universal detrás de los mecanismos del universo y el progreso de la historia.

Abre nuestro corazón a los ritmos y a los modelos de los movimientos de las estrellas, al equilibrio y la proporción de la estructura interna de los elementos, a la interdependencia y la complementariedad de la naturaleza, al progreso y a la finalidad en el curso de la historia, a la corrección y a la enmienda en nuestras historias personales.

Tú no dejas de recrear esta armonía, a pesar de los dolorosos desequilibrios que nosotros causamos.

En ti incluso la pérdida más grande es una ganancia. En efecto, la muerte de Cristo lleva a la resurrección.


Amén


lunes, 25 de marzo de 2013

NOVENA ESTACIÓN: JESÚS CONSUELA A LAS MUJERES DE JERUSALEN




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Señor del Gran Poder (Sevilla)

Del Evangelio según san Lucas 23, 27-31


Le seguía una gran multitud del pueblo y mujeres que se dolían y se lamentaban por él. Jesús, volviéndose a ellas, dijo: «Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos. Porque llegarán días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles, las entrañas que no engendraron y los pechos que no criaron! Entonces se pondrán a decir a los montes: ¡Caed sobre nosotros! Y a las colinas: ¡Cubridnos! Porque si en el leño verde hacen esto, en el seco ¿qué se hará?».


Al levantarse de su segunda caída, para llevar la cruz hasta el final aún con más coraje, oye a unas mujeres compadecerse de él. Esta es la primera vez que se oye hablar a Jesús camino del calvario: “no lloréis por mí, llorad más bien por vosotras mismas y por vuestros hijos”. Jesús hace saber a aquellas hijas de Jerusalén las calamidades que amenazan a su ciudad, a ellas mismas y a sus hijos. Aún le queda vista y voz suficiente para taladrar la historia.


Lloramos por los hermanos sometidos a una siniestra soledad; nos compadecemos hasta llegar a la protesta valiente contra la desnutrición a la que son sometidos niños; deploramos la explotación en el trabajo. Esta actitud es expresión de solidaridad, pero no llega a la raíz del problema. Sigue habiendo acumulación de bienes en unos pocos y en detrimento de muchos. La práctica cristiana tiene que ayudar a la transformación de las relaciones humanas; por medio de la compasión se anticipa y concreta el Reino de Dios.


 


MEDITACIÓN


En aquel viernes de primavera, en el camino que llevaba al Gólgota no se agolpaban sólo los desocupados, los curiosos y la gente hostil a Jesús. En efecto, también había un grupo de mujeres, tal vez pertenecientes a una cofradía dedicada al consuelo y a la lamentación ritual por los moribundos y los condenados a muerte. Cristo, durante su vida terrena, superando convenciones y prejuicios, a menudo se había rodeado de mujeres y había conversado con ellas, escuchando sus dramas pequeños y grandes: desde la fiebre de la suegra de Pedro hasta la tragedia de la viuda de Naím, desde la prostituta que lloraba hasta el tormento interior de María Magdalena, desde el afecto de Marta y María hasta el sufrimiento de la mujer que padecía un flujo de sangre, desde la joven hija de Jairo hasta la anciana encorvada, desde la noble Juana de Cusa hasta la viuda indigente y las figuras femeninas de la muchedumbre que lo seguía.



Así pues, en torno a Jesús, hasta su última hora, se encuentran numerosas madres, hijas y hermanas. Nosotros, ahora, nos imaginamos que están también a su lado todas las mujeres humilladas y violentadas, las marginadas y sometidas a prácticas tribales indignas, las mujeres con crisis y solas ante su maternidad, las madres judías y palestinas, y las de todas las tierras en guerra, las viudas y las ancianas olvidadas por sus hijos... Es una larga lista de mujeres que testimonian ante un mundo árido y cruel el don de la ternura y de la conmoción, como hicieron por el hijo de María al final de aquella mañana de Jerusalén. Esas mujeres nos enseñan la belleza de los sentimientos: no debemos avergonzarnos de que nuestro corazón acelere sus latidos por la compasión, de que a veces resbalen las lágrimas por nuestras mejillas, de que sintamos la necesidad de una caricia y de un consuelo.


Jesús acepta los gestos de caridad de esas mujeres, como en otras ocasiones había aceptado otros gestos delicados. Pero paradójicamente ahora es él quien se interesa por los sufrimientos que afectan a esas «hijas de Jerusalén»: «No lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos». En efecto, está a punto de estallar un incendio sobre el pueblo y sobre la ciudad santa, «un leño seco» preparado para atizar el fuego.


La mirada de Jesús se desliza hacia el futuro juicio divino sobre el mal, sobre la injusticia, sobre el odio que están alimentando ese fuego. Cristo se conmueve por el dolor que va a caer sobre esas madres cuando irrumpa en la historia la intervención justa de Dios. Pero sus estremecedoras palabras no indican un desenlace desesperado, porque su voz es la voz de los profetas, una voz que no engendra agonía y muerte, sino conversión y vida: «Buscad al Señor  y viviréis... Entonces se alegrará la doncella en el baile, los mozos y los viejos juntos, y cambiaré su duelo en regocijo, y los consolaré y alegraré de su tristeza».


Jesús, mientras cargabas la cruz viste a un grupo de mujeres. Te pudiste fijar que estaban tristes. Te detuviste un momento con ellas, para darles un poco de coraje. No te importó el haber sido abandonado por tus amigos o el estar sufriendo tanto dolor, Te detuviste y trataste de consolarlas.

Como niño, a veces pienso mucho en mí. Pienso sobre todas las cosas que quiero y de como me gustaría que las personas gastaran sus vidas complaciéndome.



Como adulto, a veces actúo como niño. Me encierro tanto en mi y en lo que me gusta que se me olvida que los otros también tienen necesidades. Tomo sus necesidades por menos y muy seguido ignoro sus necesidades.

Ayúdame a pensar más en los demás. Ayúdame a recordar que los otros también tienen problemas. Ayúdame a responder a los demás y ayudarlos, olvidando mis problemas y necesidades.

La compasión es la respuesta al sufrimiento ajeno; sería ideal que fuera la respuesta ante la falta, en el otro, de lo necesario; quizá de aquello que le trae un mínimo de dignidad y un esbozo de felicidad. La compasión tiene que ser nuestra respuesta inmediata, movernos inmediatamente y sin pensarlo reaccionando ante el sufrimiento ajeno. Esto forma parte de lo que significa ser humano; esto es, siguiendo la actitud que encontramos en esta estación, lo que se nos pide.

El día en que nadie se compadezca ya de nadie, será señal de que se ahogó completamente la esperanza y que lo contrario al bien se propaga por la humanidad. Por eso Jesús se reconforta con las lágrimas compasivas de las mujeres. La mayor y más profunda miseria humana no proviene de la infelicidad sino de la injusticia. Jesús conoce y es consciente de su inocencia y por ello exhorta; calma un llanto de súplica al cielo que pide misericordia. Lo calma porque sabe que él redime a la humanidad, a la que ofrece una vida liberada por la que ya no será preciso llorar ni lamentarse.



REFLEXIÓN:

El infinito sufrimiento de Jesús es motivo de compasión y de lágrimas, para algunas mujeres que caminan entre la multitud que va tras él, hacia el Calvario. Jesús las mira con amor, y les recuerda que su dolor no es más que una parte del inmenso dolor que hay en el mundo, y que también necesita ser tenido en cuenta por nosotros.

Señor, danos la gracia de sabernos compadecer de los sufrimientos de todas las personas que comparten su vida con nosotros, y la capacidad para ayudarles a sobrellevarlos o superarlos, según el caso.

Y danos también la gracia de vivir nuestros propios sufrimientos con paciencia y humildad, unidos espiritualmente a ti.

 



«Hijas de Jerusalén, no lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos. Porque llegarán días en que se dirá: ¡Dichosas las estériles, las entrañas que no engendraron y los pechos que no criaron! Entonces se pondrán a decir a los montes: ¡Caed sobre nosotros! Y a las colinas: ¡Cubridnos! Porque si en el leño verde hacen esto, en el seco, ¿qué se hará?" (Lc 23,28-31). Son las palabras de Jesús a las mujeres de Jerusalén que lloraban mostrando compasión por el Condenado.


«No lloréis por mí; llorad más bien por vosotras y por vuestros hijos». Entonces era verdaderamente difícil entender el sentido de estas palabras. Contenían una profecía que pronto habría de cumplirse. Poco antes, Jesús había llorado por Jerusalén, anunciando la horrenda suerte que le iba a tocar. Ahora, Él parece remitirse a esa predicción: «Llorad por vuestros hijos...». Llorad, porque ellos, precisamente ellos, serán testigos y partícipes de la destrucción de Jerusalén, de esa Jerusalén que «no ha sabido reconocer el tiempo de la visita» (Lc 19,44).


Si, mientras seguimos a Cristo en el camino de la cruz, se despierta en nuestros corazones la compasión por su sufrimiento, no podemos olvidar esta advertencia. «Si en el leño verde hacen esto, en el seco, ¿qué se hará?». Para nuestra generación, que deja atrás un milenio, más que de llorar por Cristo martirizado, es la hora de «reconocer el tiempo de la visita». Ya resplandece la aurora de la resurrección. «Mirad ahora el momento favorable; mirad ahora el día de salvación" (2 Cor 6,2).


Cristo nos dirige a cada uno de nosotros estas palabras del Apocalipsis: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo. Al vencedor le concederé sentarse conmigo en mi trono, como yo también vencí y me senté con mi Padre en su trono» (Ap 3,20-21).





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 Vía crucis de Gerardo Diego



Qué vivo dolor aflige
a estas mujeres piadosas,
madres, hermanas, esposas,
sin culpa del «crucifige».
Jesús a ellas se dirige.
Sus palabras, oídlas bien.
-Hijas de Jerusalén.
Llorad vuestro llanto, sí,
por vosotras, no por mí.
Por vuestros hijos también.



Por nosotros mismos, cierto.
Pero ¿quién por ti no llora?
Haz que llore hora tras hora
por mí tibio y por ti yerto.
Riégame este estéril huerto.
Quiébrame esta torva frente.
Ábreme una vena ardiente
de dulce y amargo llanto,
y espanta de mí este espanto
de hallar cegada mi fuente.

Nos pinta esta estación la composición del encuentro con la piadosas mujeres, único momento de la vía dolorosa en que Jesús responde atento a tan valientes interlocutoras, invitándolas a verter tan compasivo llanto, en momento el más relevante, sobre ellas mismas y sus propios hijos.


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Pausa de silencio


OREMOS

Cristo, que has venido a este mundo para visitar a todos los que esperan la salvación, haz que nuestra generación reconozca el tiempo de tu visita y tenga parte en los frutos de tu redención. No permitas que por nosotros y por los hombres del nuevo siglo se tenga que llorar porque hayamos rechazado la mano del Padre misericordioso.


A ti, Jesús, nacido de la Virgen, Hija de Sión, honor y gloria por los siglos de los siglos. 

Amén.