A menudo empleamos el término Mesías, pero no nos hemos parado a saber qué significa para nosotros, y quién es realmente en nuestra vida como cristianos.
El término «mesías» proviene del hebreo מָשִׁיחַ (mashíaj, «ungido»), de la raíz verbal למשוח (masháj, «ungir») y se refería a un esperado rey, del linaje de David,
que liberaría a los judíos de las servidumbre extranjera y
restablecería la edad dorada de Israel. Se le denominaba así ya que era
costumbre ungir en aceites a los reyes cuando se los proclamaba. El
término equivalente en griego es χριστός (khristós, «ungido»), derivado de χρίσμα (khrísma, «unción»), término último del que deriva también el español «crema». El término griego, ampliamente utilizado en la Septuaginta y el Nuevo Testamento, dio en español la forma Cristo, que unida al nombre de Jesús, que los cristianos consideran el mesías definitivo, dio Jesucristo.
La palabra «Mesías» en hebreo significa el
«ungido», queriendo decir concretamente el rey. Los israelitas creían en la
Palabra de Dios que El les mandaría a un rey o Mesías para salvarlos; esta era
precisamente la ideología mesiánica de los israelitas. Fue justamente Jesús
Cristo quien vino como Mesías, «Cristo» significa «Mesías» en el lenguaje
helénico.
El Mesías debe venir con el fin de cumplir el
propósito de la providencia de la salvación de Dios. El hombre necesita la
salvación a causa de la caída humana. Por lo tanto, primero debemos comprender
la caída humana con el fin de resolver los problemas de la salvación. Pero como
«La caída» significa que el propósito de la creación de Dios no pudo ser
realizado, antes de discutir la caída humana debemos primero aclarar las
cuestiones referentes al propósito de la creación.
El propósito de la creación de Dios tenía que
cumplirse, en primer lugar, con la construcción del Reino de los Cielos sobre
la tierra. Debido a la caída del hombre, se realizó un infierno en la tierra en
lugar del Reino de los Cielos. Desde entonces, Dios ha venido repitiendo Su
providencia con la intención de restaurar el Reino de los Cielos sobre la
tierra. Por consiguiente, como la historia humana es la historia de la
providencia de la restauración, el propósito de la historia es restaurar el
Reino de los Cielos sobre la tierra. Estas cuestiones han sido ya explicadas en
detalle (ref. Parte I. Cap. III. Sec. I-II).
QUÉ ESPERAMOS Y PEDIMOS DURANTE EL
TIEMPO DE ADVIENTO
Todo el mundo sabe que una de las
características del tiempo de Adviento es la espera del Mesías y la súplica
insistente por su venida: Destilad, cielos, el rocío, que las nubes derramen
el Justo, que se abra la tierra y brote el Salvador. Bajo este prisma la
Iglesia concuerda en cierta manera con el pueblo de Israel -sobre todo con los
judíos del tiempo del destierro en Babilonia- que esperaban un Salvador que les
liberara de la esclavitud de Babilonia y restaurara el reinado de David.
Muchos autores espirituales de la
Edad Media -pero no solo ellos- compararon con frecuencia las cuatro semanas de
Adviento al tiempo de la Antigua Alianza en el que los padres de Israel
esperaban y pedían la venida del Mesías, esperanzas y súplicas que veían
-no sin una cierta confusión de perspectivas- como actualizadas en la liturgia
de Adviento.
Pero, ¿qué es exactamente lo que
pedía -y pide aún Israel- y lo que pide la Iglesia en sus insistentes plegarias
por la venida del Mesías? ¿Qué -o mejor quién- es este Mesías tan
esperado? Clarificar lo que significó para Israel la palabra Mesías es
el mejor camino para comprender el sentido auténtico de la esperanza judía
primero y ahora cristiana.
La palabra Mesías, como todos
saben, es un vocablo hebreo que significa Ungido; la versión griega de
los LXX -que era la que usaban las primitivas comunidades cristianas- tradujo
con exactitud el vocablo cuando vertió la palabra Mesías por el vocablo
griego Cristo. Ambas palabras -la hebrea y la griega- significan Ungido
o consagrado. Los padres de Israel esperaban, pues, un Mesías, es
decir, un Ungido; los cristianos esperamos también un Ungido o Cristo.
Para Israel este Ungido o rey tomará las riendas del pueblo y continuará
la dinastía de David ocupando el trono de Jerusalén destruido por los caldeos.
Para los cristianos este Ungido es Cristo, el rey definitivo que el
Padre ha enviado -y enviará de manera más manifiesta al fin del siglo
presente-, cuyo reino ya no tendrá fin. Ambos pueblos esperan, pues, no una
nueva situación más confortable, sino una persona concreta, un Mesías o
Cristo que salvará al pueblo de sus males.
Los cristianos, para pedir esta
venida de nuestro Mesías o Cristo en la liturgia, usamos con frecuencia
-sobre todo durante el tiempo de Adviento- muchas de aquellas mismas
expresiones que los israelitas usaron -y, por lo menos los judíos piadosos
continúan usando- para pedir la llegada del Mesías salvador: «Pastor de Israel,
despierta tu poder y ven a salvarnos, ven a visitar tu viña, que tu mano
proteja a tu escogido (a tu mesías o ungido), al hombre que tu
fortaleciste» (Salmo 79).
Para comprender lo que Israel
entendía ayer bajo el vocablo Mesías hay que remontarse a los años de la
cautividad de Babilonia. Israel empezó a pedir el Mesías precisamente a partir
de la experiencia triste del destierro, cuando dispersos entre los gentiles,
carecían de rey -de mesías o ungido- que los gobernara. Anteriormente
-desde los tiempos de Saúl y de David- Israel había tenido a su rey, consagrado
y ungido (a su Mesías en hebreo, o a su Cristo en griego) que
llevaba la dirección del pueblo. Pero estos reyes de Israel dejaron de existir
con la deportación de los babilonios. Sedecías fue hecho cautivo, cegado y
murió sin que le siguiera otro rey o mesías.
Ante el doloroso destierro, que dejó
a los israelitas huérfanos de rey, el pueblo empezó a suspirar y suplicar a su
Dios para que les enviara un nuevo rey -un Mesías- que sucediera al
destronado Sedecías y continuara la descendencia real de David: «Pastor de
Israel, despierta tu poder y ven a salvarnos; ven a visitar tu viña y que tu
mano proteja a tu escogido, -mesías en hebreo, cristo en griego-es decir
al futuro rey que esperamos, al hombre que tu fortalecerás, como fortaleciste a
los antiguos reyes de Israel» (Cf. Salmo 79).
Con el discurrir de los siglos Israel
experimentó cómo iba pasando de una dominación a otra (babilonios, persas,
griegos, romanos) sin que llegara el suspirado Mesías o rey. Por ello
los judíos, por lo menos los mejores, empezaron a soñar con otro tipo de rey y
de reino. Los textos bíblicos -especialmente los salmos- que en tiempos pasados
se referían a su rey -a sus desposorios, a sus guerras, a sus victorias- los
empezaron a aplicar a Yavhé, a sus victorias sobre el mal, a su amor y
desposorios con la sinagoga. Así la visión del futuro Mesías esperado se
fue trasformando y espiritualizando, por lo menos parcialmente y por parte de
algunos. Sin que por ello desapareciera del todo -ni mucho menos- la esperanza
y la figura de un Mesías en el sentido estricto de rey sucesor de David
y de Sedecías.
En los días del Nuevo Testamento, escenas como la del pueblo que ante la multiplicación de los panes quiere proclamar a Jesús rey (mesías) (Ju 6,15) o la de quienes, sobrecogidos por su autoridad, se interrogan si no será él el mesías (Ju 7,27) evidencian que ante la menor posibilidad de éxito reaparece la primitiva concepción de mesías como rey en la línea restauracionista del antiguo poder de los monarcas de Israel. ¿No es ésta aún la actitud que reaparece en los doce cuando en la última aparición del Resucitado, reanimados por el triunfo de la resurrección, preguntan a Jesús: ¿Señor, es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?» (Hech 1, 6).
La palabra del Señor no puede fallar,
el reino prometido ha de llegar, el Mesías o Cristo ha de venir. Así lo
prometió el Señor a David y así debe, pues, acontecer. De aquí, pues, que
continuemos esperando el cumplimiento de la promesa: «Te fundaré un linaje
perpetuo, tu trono será más firme que el cielo» Por ello los cristianos suplicamos,
con plena confianza, que venga el reino del Mesías y, siguiendo la
recomendación del Salvador, repetimos la plegaria que en adviento se hace
especialmente significativa: «venga a nosotros tu reino».
Desde el Israel de David al Israel de
los profetas, del Israel de los profetas al del destierro babilónico y del
Israel de la cautividad al nuevo Israel de Jesús lo único que ha cambiado es la
perspectiva del Mesías esperado, no el término de nuestra esperanza. Es
verdad que el rostro del mesías esperado cada vez se ha ido espiritualizando
más, pero no ha cambiado de naturaleza, no ha pasado de ser la espera de un
salvador -como algunos expresiones más modernas parecen dar a entender- a la
espera de una situación mejor.
El Mesías que nosotros, como Israel, esperamos es aquel rey a quien « el Señor Dios le dará el trono de David, su padre y (como sus antepasados) reinará sobre la casa de Jacob». Ante la destrucción de Jerusalén y la muerte de Sedecías los judíos fueron comprendiendo que la casa de Jacob, el reino prometido, se situaba en un nivel superior al que antes habían soñado. Así empezó a vislumbrarse un Mesías algo distinto, un rey mayor que lo que fueron sus antiguos monarcas. Por ello Israel, en sus cantos, empezó a proclamar «El Señor es rey»-. Nosotros, los cristianos damos aún un paso más adelante en la expectación del Mesías: sabemos que el Mesías que esperamos es aquél a quien «el Padre consagró (constituyó ,mesías) y envió al mundo» (Jn 10, 36), sabemos que nuestro Mesías no es únicamente un rey -un lugarteniente de Yahvé y como tal hijo de Dios como llamaban con frecuencia los israelitas a su rey (CL v. gr. sal 2), sino el mismo Hijo de Dios por naturaleza, Dios como el Padre que lo consagra y envía al mundo como rey o Mesías, y rey definitivo no sólo de la casa de Jacob sino de toda la familia humana. Esta es pues la venida del Mesías que siempre anhela la Iglesia, cuyos acentos de esperanza se hacen más explícitos y repetitivos durante las semanas de Adviento.
Pero al celebrar el Adviento debemos
poner atención y cuidado especial -sobre todo en nuestro mundo moderno tan
«secularizado»- en no dar un paso atrás en la comprensión de la venida del Mesías.
Si el progreso de la revelación judío-cristiana, a través de la historia y
de sus avatares, ha hecho que el pueblo que Dios se ha escogido pasara progresivamente
de la esperanza en un Mesías temporal que «restaurara el reino de
Israel» (Hech 1, 6) a la expectación de un Mesías que lograra la
implantación del reino de Dios -de aquel reino del que el Mesías definitivo
afirmó que «no era de este mundo» (Ju 18, 36)- no demos nosotros un paso
regresivo a la inversa convirtiendo nuestra espera en la expectación o en las
esperanzas de un mejoramiento sólo terreno; como hombres y como cristianos
podemos y debemos desear una mejora de nuestro mundo actual y de sus
estructuras, un progreso de la justicia y del bienestar, un mundo con menos
dolor y sufrimiento... pero todo ello no es el término de nuestra esperanza ni
el objeto de nuestras súplicas por la llegada del reino de Dios; durante el
Adviento lo que pedimos no es un futuro simplemente mejor sino el futuro
absoluto, es decir, aquel futuro que ya no tendrá un mañana para mejorar
porque todo en él será ya pleno.
LAS PREDICACIONES DE SAN JUAN BAUTISTA
Juan Bautista es el Precursor, es
decir, el enviado por Dios para prepararle el camino al Salvador. Por lo tanto,
es el último profeta, con la misión de anunciar la llegada inmediata del
Salvador.
Juan iba vestido de pelo de camello, llevaba un cinturón de cuero y se alimentaba de langostas y miel silvestre. Venían hacia él los habitantes de Jerusalén y Judea y los de la región del Jordán. Juan bautizaba en el río Jordán y la gente se arrepentía de sus pecados. Predicaba que los hombres tenían que cambiar su modo de vivir para poder entrar en el Reino que ya estaba cercano. El primer mensaje que daba Juan Bautista era el de reconocer los pecados, pues, para lograr un cambio, hay que reconocer las fallas. El segundo mensaje era el de cambiar la manera de vivir, esto es, el de hacer un esfuerzo constante para vivir de acuerdo con la voluntad de Dios. Esto serviría de preparación para la venida del Salvador. En suma, predicó a los hombres el arrepentimiento de los pecados y la conversión de vida.
Juan reconoció a Jesús al pedirle Él que lo bautizara en el Jordán. En ese momento se abrieron los cielos y se escuchó la voz del Padre que decía: "Éste es mi Hijo amado...". Juan dio testimonio de esto diciendo: "Éste es el Cordero de Dios...". Reconoció siempre la grandeza de Jesús, del que dijo no ser digno de desatarle las correas de sus sandalias, al proclamar que él debía disminuir y Jesús crecer porque el que viene de arriba está sobre todos.
Juan iba vestido de pelo de camello, llevaba un cinturón de cuero y se alimentaba de langostas y miel silvestre. Venían hacia él los habitantes de Jerusalén y Judea y los de la región del Jordán. Juan bautizaba en el río Jordán y la gente se arrepentía de sus pecados. Predicaba que los hombres tenían que cambiar su modo de vivir para poder entrar en el Reino que ya estaba cercano. El primer mensaje que daba Juan Bautista era el de reconocer los pecados, pues, para lograr un cambio, hay que reconocer las fallas. El segundo mensaje era el de cambiar la manera de vivir, esto es, el de hacer un esfuerzo constante para vivir de acuerdo con la voluntad de Dios. Esto serviría de preparación para la venida del Salvador. En suma, predicó a los hombres el arrepentimiento de los pecados y la conversión de vida.
Juan reconoció a Jesús al pedirle Él que lo bautizara en el Jordán. En ese momento se abrieron los cielos y se escuchó la voz del Padre que decía: "Éste es mi Hijo amado...". Juan dio testimonio de esto diciendo: "Éste es el Cordero de Dios...". Reconoció siempre la grandeza de Jesús, del que dijo no ser digno de desatarle las correas de sus sandalias, al proclamar que él debía disminuir y Jesús crecer porque el que viene de arriba está sobre todos.
Fue testigo de la verdad hasta su muerte. Murió por amor a ella. Herodías, la mujer ilegítima de Herodes, pues era en realidad la mujer de su hermano, no quería a Juan el Bautista y deseaba matarlo, ya que Juan repetía a Herodes: "No te es lícito tenerla". La hija de Herodías, en el día de cumpleaños de Herodes, bailó y agradó tanto a su padre que éste juró darle lo que pidiese. Ella, aconsejada por su madre, le pidió la cabeza de Juan el Bautista. Herodes se entristeció, pero, por el juramento hecho, mandó que le cortaran la cabeza de Juan Bautista que estaba en la cárcel.
JESUCRISTO ES EL MESÍAS
«Hemos hallado al Mesías, que quiere decir el Cristo» (Jn. 1, 41) Así
lo dice Andrés a su hermano Simón. Es una de las afirmaciones iniciales
del Evangelio. El mismo Jesús lo dice a la samaritana cuando ella
comenta: «Yo sé que está para venir y que cuando venga, nos hará saber
todas las cosas. Dícele Jesús: Soy yo, el que contigo había» (Jn. 4, 25)
Jesús es el descendiente de David
Nuestro Señor descendía de la familia de David, como consta en las
genealogías que contienen los evangelios. Así le llaman los ciegos que
curó en Jericó, la mujer siriofenicia que pide la curación de su hija y
las muchedumbres que le aclaman como tal cuando entra triunfalmente en
Jerusalén: «Hosanna al hijo de David, bendito el que viene en nombre del
Señor» (Mt. 21. g) Los evangelistas recogen las profecías que se
cumplen en Jesús: nacimiento en Belén, se sentará en el trono de David…
Jesús es el Hijo del hombre
Con este título mesiánico se denomina a sí mismo Jesús 81 veces en
los evangelios. Con esta expresión indica su procedencia divina: «Nadie
ha subido al cielo, sino aquél que ha bajado del cielo, el Hijo del
Hombre» (Jn. 3, 13) Cuando Caifás pregunta a Jesús: «¿Eres tú el
Mesías?… Jesús le respondió: Sí, yo soy, y veréis al Hijo del hombre
sentado a la diestra del Poder y venir sobre las nubes del cielo» (Mc.
14, 61) Cuando anuncia su segunda venida, al final de los tiempos, dice:
«Cuando venga el Hijo del hombre en su gloria» (Mt. 25, 31) Como se
trata del juicio final, aparecen las características divinas de Juez y
Señor que posee Jesucristo como verdadero Mesías.
Jesús, Mesías que sufre
Los Apóstoles y la Iglesia primitiva han identificado a Jesús como el
Siervo de Yavé de las profecías. Un texto claro es el de la institución
de la Eucaristía: «Esta es mi sangre de la Alianza, que será derramada
por muchos para remisión de los pecados» (Mt. 26, 28) San Juan presenta a
Jesús como el Cordero que quita los pecados del mundo (cfr. 1, 19) Pero
lo más elocuente es el cumplimiento, en la Pasión y Muerte de Cruz, de
lo que habían anunciado, incluso con detalles, Isaías y los salmos.