Agosto de 2010, Playa de Valdelagrana (Puerto de Santa María), son las ocho de la mañana y llevo unos minutos paseando por la orilla, con la mirada fija en el horizonte que me deja divisar entre la bruma, la imponente silueta de la Catedral de Cádiz, al pie del Atlántico y su inconfundible cúpula dorada.
Siento la brisa de un aire de levante, que en esta zona va pegando cada vez mas fuerte conforme avanza el día, haciendo golpear ráfagas de una finísima y blanca arena sobre mi rostro. El agua está fría pero merece la pena dejarse tocar por la marea, que a esas horas todavía deja unos metros para caminar tranquilo, sin sobresaltos, y dejar la mente en blanco, concentrado tan solo en el sonido del viento, de las olas, y el aroma a salitre que envuelve cada uno de mis sentidos. Es reconfortante para unos pies que en otras épocas del año, sólo están acostumbrados al calor del asfalto y a las aceras llenas de prisas y pisotones, de la gran ciudad.
Alejado de todo ese bullicio, sólo puedo echar de menos, el andar pausado de la primavera, y las ansias por volver a descalzarme para otros menesteres que también marcan el caminar por el tránsito de esta vida. Miro hacia el mar, y a lo lejos adivino la presencia de un barco llegando al puerto, pero no puedo dejar de pensar en otros barcos de talla dorada y andar pausado, mecidos por el vaivén de otras olas, y acompasados por las notas de una marcha, a izquierda y derecha, adelante y atrás.
Cierro los ojos, y empiezo a recrearme en mi última estación de penitencia, la misma que ejecutaron los pies que ahora me hacen avanzar sorteando restos de conchas y algas, que va despidiendo el mar; y mis plantas van definiendo en la arena mojada, las huellas que van quedando detrás, como pasos que me van siguiendo. Esos mismos pasos que van quedando marcados por el frío adoquín de mi pueblo, humedecido por los primeros retazos de la primavera, en una noche de Jueves Santo. No conocen la calidez de un calcetín o de una sandalia de esparto, porque la penitencia que uno se marca sigue otra línea o forma de ser. Tres horas, recorriendo las calles y plazas, con los bajos de la túnica acariciando mis tobillos, sintiendo como se van clavando las piedrecitas del suelo, o como se cala el pie por algún pequeño charco que no puedes sortear.
La misma pasión y necesidad de cada año, la misma sensación bajo el antifaz, la misma satisfacción por volver a acompañar a mi Cristo, en su agonía ¿cómo podría yo quejarme de mi sacrificio descalzo, siendo aún mayor su penitencia por todos nosotros?. Sólo aquel que alguna vez ha experimentado la fría noche bajo sus pies, puede comprenderlo. Todas las cosas tienen un sentido, que va más allá de una simple explicación con palabras sencillas o complejas.
Hoy camino por la orilla añorando esa otra orilla de mi vida, aquella que me lleva hacia el interior de mi alma, que me permite volver a descubrir el sonido de aquella marcha en la Avenida, el aroma del incienso envolviendo al Señor, las gotas de cera derretida sobre mis pies…, no hay ningún dolor que pueda compararse al de su Madre, que nos sigue unos metros mas atrás.
Abro los ojos, y después de un profundo suspiro, miro hacia mis pies, y comprendo que ya va quedando menos para volver a sentir el adoquín en mis plantas, tan solo unos meses de espera para volver a vivirlo; un mundo para el cofrade, que tiene la esperanza por bandera, pero con el ansia de estrenar una nueva estación de penitencia, para ir haciendo ese callo, símbolo de otra razón de ser.
Volverán mis pies a guiarme hacia Ti, y a saborear en cada paso, la humedad, el frío, la aspereza, las gotas de cera, el viento helador de la madrugada, el aroma de azahar y el del incienso, el llanto de una corneta, y el compás de un toque de tambor, ...... y volverán a dejar tras de mi otra huella imborrable de mi vida.