Virgen del Mayor Dolor (Carretería- Sevilla)
Días de conmemoración de Santos y de
Difuntos, días de oración que encadena un mes en el que hemos rezado juntos el
Rosario, con otro en el que no dejamos de acordarnos de los nuestros, y por eso acudimos a los pies de Ella, que vestida de
luto en altares de Culto, es objeto de nuestras peticiones, de nuestros
recuerdos a los que nos dejaron, para que por su infinita bondad nos ampare
desde el cielo e interdeda por nosotros “ahora y en la hora que tenga que llegar nuestra muerte….”.
El Avemaría es seguramente una de las
primeras oraciones que aprendimos cuando éramos niños. Es una oración sencilla,
un diálogo muy sincero nacido del corazón, un saludo cariñoso a nuestra Madre
del Cielo.
Recoge las mismas palabras del saludo
del ángel en la
Anunciación (Lucas 1, 28) y del saludo de Isabel (Lucas 1,
42), y después añade nuestra petición de intercesión confiada a su corazón
amantísimo. En el sigo XVI se añadió la frase final: “ahora y en la hora de
nuestra muerte”. Todo ello forma una riquísima oración llena de significado.
El Avemaría es una oración vocal, es
decir, que se hace repitiendo palabras, recitando fórmulas, pero no por esto es
menos intensa, menos personal.
Podemos decir que el Avemaría y el
Rosario son las dos grandes expresiones de la devoción cristiana a la Santísima Virgen.
Pero la devoción no se queda sólo ahí.
En el Avemaría, descubrimos dos
actitudes de la oración de la
Iglesia centradas en la persona de Cristo y apoyadas en la
singular cooperación de María a la acción del Espíritu Santo (Cf Catecismo de la Iglesia Católica
2675).
La primera actitud es la de unirse al
agradecimiento de la
Santísima Virgen por los beneficios recibidos de Dios (“llena
eres de gracia”, “el Señor es contigo”, “bendita tú eres entre todas las
mujeres y bendito es el fruto de tu vientre, Jesús”) y la segunda es el confiar
a María Santísima nuestra oración uniéndola a la suya (“ruega por nosotros,
pecadores”).
Para explicar esta oración es muy
útil seguir los números 2676 y 2677 del Catecismo de la Iglesia Católica.
1. En la primera parte de la oración
se recoge el saludo del ángel, del enviado del Señor. Es una alabanza en la que usamos las mismas
palabras del embajador de Dios. Es Dios mismo quien, por mediación de su ángel,
saluda a María. Nuestra oración se atreve a recoger el saludo a María con la
mirada que Dios ha puesto sobre su humilde esclava y a alegrarnos con el gozo
que Dios encuentra en ella.
"Llena
eres de gracia, el Señor es contigo":
Las
dos palabras del saludo del ángel se aclaran mutuamente. María es la llena de
gracia porque el Señor está con ella. La gracia de la que está colmada es la
presencia de Aquél que es la fuente de toda gracia.
María,
en quien va a habitar el Señor, es en persona la hija de Sión, el Arca de la Alianza, el lugar donde
reside la Gloria
del Señor: ella es "la morada de Dios entre los hombres" (Apocalipsis
21, 3). "Llena de gracia", se ha dado toda al que viene a habitar en
ella y al que ella entregará al mundo.
2. A
continuación, en el Avemaría se añade el saludo de Santa Isabel: "Bendita tú eres entre todas las mujeres y
bendito es el fruto de tu vientre, Jesús". Isabel dice estas palabras
llena del Espíritu Santo (Cf Lucas 1, 41), y así se convierte en la primera
persona dentro de la larga serie de las generaciones que llaman y llamarán
bienaventurada a María (Cf Lucas 1, 48): "Bienaventurada la que ha
creído..." (Lucas 1, 45); María es "bendita entre todas las
mujeres" porque ha creído en el cumplimiento de la palabra del Señor.
Abraham,
por su fe, se convirtió en bendición para todas las "naciones de la
tierra" (Génesis 12, 3). Por su fe, María vino a ser la madre de los
creyentes, gracias a la cual todas las naciones de la tierra reciben a Aquél
que es la bendición misma de Dios: "Jesús el fruto bendito de tu
vientre".
El
Papa Juan Pablo II nos explica muy bien el contenido de este saludo de Isabel a
su prima en el número 12 de la Carta Encíclica Redemptoris Mater:
3. Después, el Avemaría continúa con
nuestra petición: "Santa María, Madre de Dios, ruega por nosotros..." Con Isabel, nos maravillamos y decimos: “¿De dónde
a mí que la madre de mi Señor venga a mí?" (Lucas 1 ,43).
María
nos entrega a Jesús, su Hijo, que muere por nosotros y por nuestra salvación en
la cruz y, desde esa misma cruz, Jesucristo nos da a María como Madre nuestra
(Cf Juan 19, 26-28); María es madre de Dios y madre nuestra, y por eso podemos
confiarle todos nuestros cuidados y nuestras peticiones, porque sabemos que
Dios no le va a negar nada (Cf Juan 2, 3-5) y al mismo tiempo confiamos en que
tampoco nos lo va a negar a nosotros si es para nuestro bien.
María Santísima reza por nosotros
como ella oró por sí misma: "Hágase en mí según tu palabra" (Lucas
1,38). Confiándonos a su oración, nos abandonamos con ella en la voluntad de
Dios: "Haced lo que Él os diga" (Cf Juan 2, 5).
"Ruega por nosotros, pecadores,
ahora y en la hora de nuestra muerte". Pidiendo a María que ruegue por
nosotros, nos reconocemos pecadores y nos dirigimos a la "Madre de la Misericordia", a
la Toda Santa.
Nos ponemos en sus manos
"ahora", en el hoy de nuestras vidas. Y nuestra confianza se ensancha
para entregarle desde ahora, "la hora de nuestra muerte". Que esté
presente en esa hora, como estuvo en la muerte de su Hijo al pie de la cruz y
que en la hora de nuestro tránsito nos acoja como madre nuestra para
conducirnos a su Hijo Jesús, al Paraíso, a nuestra felicidad eterna en el pleno
y eterno amor de Dios.
María no nos dejará tampoco solos a
la hora de nuestra muerte. También se lo hemos pedido; y no sería Madre si no
escuchara. Si no consintiera. Si no acudiera ante Dios nuestro Padre a hablarle
de nosotros. A mí me ilusiona pensar en el cielo, pensar en la eternidad con mi
Padre Dios, en abrazar por fin a María, a Jesús, a Dios Padre. Como la menor de
sus hijas, a Ella le he pedido –y cuántas veces todos los días- que interceda
por mí “en la hora de mi muerte”. Y es un pensamiento hermoso.
Imagino aquel día, en aquella hora, a
María tomándome de su regazo y entregándome en los brazos del Padre, con la
ilusión, con el amor, con que me puso mi madre en los brazos de mi padre el día
en que nací.
Confiamos que María, Madre nuestra,
estará a nuestro lado a la hora de nuestra muerte, para interceder ante el
Padre por nosotros, sus hijos, que muy bien no nos hemos portado, a decir
verdad, en tantas ocasiones. Qué Madre no lo haría.
Por todo ello nos encomendamos a
María “ahora”, mientras peregrinamos por este tiempo nuestro en el que, si algo
deseamos que María nos alcance, es la paz:
¡Virgen Santísima, Madre nuestra!
Ruega por nosotros ahora.
Concédenos el don inestimable de la
paz,
la superación de todos los odios y
rencores,
la reconciliación de todos los
hermanos.
Te lo pedimos a Ti,
a quien invocamos como Reina de la Paz.
Que cese la violencia y la guerrilla.
Que progrese y se consolide el
diálogo
y se inaugure una convivencia
pacífica.
Que se abran nuevos caminos de
justicia y de prosperidad.
¡Ahora y en la hora de nuestra
muerte!
Te encomendamos
a todas las víctimas de la injusticia
y de la violencia,
a todos los que han muerto en las
catástrofes naturales,
a todos los que en la hora de la
muerte
acuden a ti como Madre.
Sé para todos nosotros Puerta del
cielo,
vida, dulzura y esperanza,
para que, juntos, podamos contigo
glorificar
al Padre, al Hijo y al Espíritu
Santo.
¡Amén!